Mi tío nos regaló aquel extraño animal.
Dormía sin parar, hasta que un día despertó atacando a mi mujer y a mi hijo.
Reduci a ese diabólico ser a cenizas.
Los dos cuerpos quedaron destrozados.
Acondicioné su habitación. Les limpié las heridas y los sedé.
Ataviado con guantes y mascarilla, recogí los restos de sangre y vísceras.
Al despertar se volvieron agresivos, y comprobé tras la visita de mi hermano, que sus estómagos sólo admitían la carne humana.
Así supe que la probabilidad del contagio era inmensa.
El aislamiento era necesario.
Se tranquilizaron al sentirse saciados. Cogí unas correas y los até a la cama.
Un trozo de su putrefacta piel se deslizó por mi brazo.
No pude evitar mi repulsa al ver lo que quedaba de mi hermano.
Debía conseguirles comida pronto.
Alguien debía sacrificarse. Llamé al portero del edificio.
De pronto sentí un repentino arrebato de ira a la vez que me invadía un apetito voraz.
Había perdido el control.
Volví a por ellos y les desaté las correas.
Escuché a alguien en el rellano y abrí la puerta.
No era él.
Lo lamenté, pero ya no había marcha atrás.
Mi madre entró en casa. Comimos en familia.
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