Ese enorme cuadro con un tétrico retrato de Jesucristo custodiaba la habitación.
Le acompañaba una reconfortante frase en la túnica... «El amigo que nunca falla».
Supuso una adicción para mi madre orar frente a esa imagen. Resultaba enfermizo.
Mi madre era extremadamente religiosa. Para ella era muy importante que yo siguiera con sus costumbres. Pero solo mirar aquel rostro me producía escalofríos.
Poco a poco le cambió el carácter. No salía de casa, no comía. Se descuidó gravemente.
Llegaron los delirios nocturnos. Gritaba con histeria.
Una noche cogió un cuchillo, y se dibujó en la frente dos líneas paralelas.
Me escondí en un rincón y la vi sonreír cuando la sangre le cubrió la cara.
Había perdido la cabeza. Andaba somnolienta por toda la casa, me daba miedo acercarme. Vi como daba la vuelta al gran crucifijo del salón.
Tuve que encerrarla en su habitación. Encendí la luz de la mesilla de noche y recé por ella.
Una voz gutural salió del cuadro.
El retrato se desfiguró mostrando dos ojos inyectados en sangre.
Aterrorizado, me cubrí con la sábana. Fue entonces cuando la vi cubierta de pelo, y emanando el pútrido aliento de un chivo diabólico.
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