Cuando conocí a Robinson Crusoe, él llevaba unos elegantes zapatos italianos, conjuntados con un smoking que parecía de seda, ciertamente le quedaban bien aquellos gemelos, le iban a juego con el rolex, su destello relampagueante resaltaba el rosado de su copa y su afeitado apurado. En cambio yo era la viva imagen de la desolación, parecida una estampa salida de un accidente de tráfico de un trágico domingo por la tarde, mis deportivas estaban sucias aquellas manchas pegaban con las de mi sudadera y la marca nike de esta aparecía también en mi pantalón, mi cara lucía una desaliñada barba de unas tres semanas o así, lo único que me diferenciaba de un mendigo era la copa carmesí de fino cristal que sostenía torpemente entre mis dedos. Nos encontrábamos en la recepción de un hotel de al menos quince estrellas, no sabía cómo coño había llegado yo allí, estaba acostumbrado al lujo pero estoy seguro de que lo peor de aquel vestíbulo era yo. Sin duda alguna, en aquel momento me encontraba más perdido en este mundo que él en su puñetera isla, muy a mi pesar diré que tardé unos largos minutos en darme cuenta de que contemplaba un espejo.
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