FOTOGRAFÍAS

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Habíamos llegado a la altura de la estación de tren cuando el móvil de mamá sonó. Me soltó la mano y diciéndome antes «espera aquí, Mafalda», atendió la llamada. Mientras ella hablaba por el móvil yo me quedé mirando un solitario fotomatón que había junto a la entrada de la estación. Estaba forrado con enormes fotografías de gente con la sonrisa helada. Tenía recogida la cortinilla, como si estuviera invitándome a entrar en la cabina, y yo, como no tenía nada mejor que hacer, me metí dentro. Hice girar el taburete para ponerlo a mi altura y me senté en él. Me sorprendió leer un aviso de color rojo que había junto a las instrucciones de la máquina: «Hoy las fotos son gratis». No lo dudé ni un instante y apreté el botón para hacerme unas fotos. Después del flash esperé un par de minutos en el interior de la cabina hasta que salieron las fotos. Cuando las contemplé me quedé petrificada: en aquellas fotos aparecía una niña que no era yo. Sin comprender qué había pasado, recogí la cortinilla y salí de la cabina con la intención de explicarle a mi madre lo que acababa de suceder. Pero, ¿dónde estaba mi madre? ¿Dónde se había metido? La busqué en la estación y en los alrededores en vano. ¡Se había esfumado! Decidí entonces volver a casa, que quedaba apenas a diez minutos andando desde la estación, con la esperanza de encontrarla allí. Pensé que mamá durante la llamada no se había dado cuenta de que me había metido en el fotomatón y que, al colgar y no verme, imaginó que me había ido a casa. Mi suposición era que mamá se había ido a casa para encontrarme allí. Y yo ahora iba a casa para encontrarla.

 

De camino a casa observaba muy intrigada las fotos en las que aparecía aquella niña. Debía tener más o menos mi edad, esto es, unos once años. Era morena con el pelo largo y rizado, de ojos grandes y oscuros y una sonrisa verdaderamente simpática. En realidad no se parecía para nada a mí. Yo era una niña rubia con el pelo corto, los ojos pequeños y claros, y, encima, siempre salía en las fotos muy sería, como enfurruñada. Por lo demás, nunca antes había visto a esa niña, estaba segura. ¿Quién era ella? ¿Y por qué había salido aquella niña en las fotos cuando debería haber salido yo? Me iba haciendo estas preguntas y otras similares hasta que alcancé el portal de casa. Me guardé las fotos en el bolsillo y llamé al timbre. Cuando escuché el chasquido del cerrojo de la puerta y vi que ésta se habría, sentí un gran alivio: mamá estaba en casa. Pero quien abrió la puerta no era mi madre. Y a pesar de no serlo, la mujer que apareció tras la puerta me dijo:

-Hija mía, ¿dónde te habías metido?

-Usted no es mi madre -le respondí muy asustada- ¿Dónde está mi madre? ¿Y qué hace usted en mi casa?

-Pero Julia, hija, ¿qué te pasa? ¿Por qué dices esas tonterías?

La mujer me cogió de la mano para hacerme entrar, pero yo me zafé de ella dando un brinco y salí corriendo calle abajo aterrada sin comprender en absoluto lo que estaba pasando.

Me detuve extenuada tras correr sin parar un buen trecho. No entendía nada. ¿Dónde estaba mi madre? ¿Quién era esa mujer que había abierto la puerta de mi casa y que, dirigiéndose a mí como si yo fuera su hija, me había llamado Julia? ¡Todo era tan extraño! En tanto me cuestionaba estas cosas y recobraba el aliento, mi rostro se vio reflejado en el espejo que había tras el cristal del escaparate que tenía delante mío. Mi corazón dio un vuelco. Pensaba que se me iba a salir el corazón del pecho. ¡La niña de las fotos era la misma niña que ahora se miraba ante el espejo! ¡Yo era esa niña morena de los ojos grandes y oscuros! Me quedé largamente absorta escrutándome en el espejo sin reconocerme. No sé cuanto tiempo pasé allí. Al cabo, decidí volver a casa. ¿Qué otra cosa podía hacer?

 

Llamé al timbre y la mujer de antes volvió a abrir la puerta y, tras contemplarme con cara de preocupación, me dijo:

-¡Julia! ¿A dónde has ido? ¿Qué te pasa? Pareces enferma, hija mía, haces muy mala cara. Ven, entra. Te voy a acostar, necesitas descansar.

Yo la obedecí sin abrir la boca. Lo único que podía entender en aquel instante es que la niña de las fotos se llamaba Julia y que esa mujer era su madre. Por otra parte, de alguna forma yo había dejado de ser Mafalda para ser, al menos físicamente, la tal Julia. Me metí en la cama y cerré los ojos. Necesitaba dormir y dejar de pensar en todo lo que había sucedido en la medida en que no encontraba ninguna respuesta para las preguntas que me asaltaban una y otra vez. Quizás pasaron varias horas antes de que lograra conciliar el sueño, pero finalmente me quedé profundamente dormida.

 

Me desperté repentinamente a media noche. Tenía en la cabeza una idea. ¡Podía funcionar! Me vestí en la oscuridad y salí de la casa sin que nadie se percatara. Caminando por la calle temblaba no sé si por el frío de la noche o por el miedo. Cuando llegué al escaparate del espejo me miré en él para contemplar no el rostro de Mafalda, sino el de Julia. Hundí la cabeza en mis hombros y continué andando hasta alcanzar la entrada de la estación de tren. Allí estaba el fotomatón, iluminado y silencioso. Me metí en la cabina y apreté el botón para hacerme unas fotos. Esperé impaciente a que salieran, y por fin, cuando la máquina escupió las fotos, grité de alegría. ¡Sí, era yo quien aparecía en las nuevas fotos! ¡Mafalda, la niña rubia del pelo corto y los ojos claros! Salí como una flecha de la cabina y corrí como nunca antes lo había hecho. Me detuve un momento frente al espejo del escaparate y volví a gritar de alegría. Por fin llegué a casa y llamé al timbre. La puerta se abrió y mi madre rompió a llorar.

-¡Hija mía, Mafalda! ¿Dónde estabas?

-¡Mamá, te estaba buscando!

Las dos nos abrazamos y nuestras lágrimas se mezclaron mientras nos besábamos emocionadas por el reencuentro.

 


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