Gusano

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Conozco a la perfección todos los caminos que llevan a una mujer de bien a su perdición. Desde pequeño –cuando recibí mi primera paliza por intentar besar a la novia de un gran viejo amigo−, ya se podía decir que me perfilaba como una sabandija con sed de desgracia. A pesar de aquellos moretones y la sangre propia de la pelea de esa tarde, lo que me enojaba más no era haber perdido a un buen amigo, si no haber fallado en el intento de lograr mi objetivo. Debo admitir que desde que tengo uso de razón, he hospedado un extraño fetiche que se remonta a los tiempos de la creación de los mandamientos: yo deseo a la mujer de mi prójimo.

Con el pasar del tiempo, empecé a crear estrategias, intentando mejorarlas a través de la práctica constante hasta el punto de perfeccionarlas. Con las mujeres, el truco es tan simple como universal: decirles lo que quieren oír sin apartar la vista de la suya. Aquel detalle es muy importante porque les inspira confianza y en realidad es tan o más falso que el mito del sexto sentido. Sin embargo, con el tiempo me daría cuenta que ninguna resultaba ser suficiente, ninguna me llenaba por completo para siquiera considerar detenerme. Es por esta razón que empleaba gran parte del tiempo idealizando a la mujer perfecta. La mujer capaz de esclavizar mi mente y mi cuerpo. Si bien la buscaba constantemente en las calles, solamente lograba encontrarla en mi mente; aún con un gran signo de interrogación dibujado en el rostro.

Lo que restaba de mi tiempo lo empleaba leyendo a autores como Horacio Quiroga, Ernesto Sábato, entre otros. Leía y releía novelas psicológicas con finales sombríos. Siempre tuve una fascinación con el proceso de putrefacción que convertía al amor en desamor, y quedaba perplejo ante la lenta distorsión que atraviesa el romance antes de convertirse en desprecio.

Una vez que fui consciente del gran poder que ofrecían las miradas y las palabras, el hecho de conseguir mujeres solo se redujo a elegir a una entre un puñado. Y es allí donde radicaba el problema. Al observar a un grupo de personas, mi mirada se centraba precisamente en la única pareja del montón. Esas muestras de cariño tan sincero como para no ocultarlas me atraían en demasía. Yo podía tener todo eso, es más, debía ser yo quien recibiera aquellos besos y abrazos, yo quien sonriera con cada susurro en el oído; y no aquel esperpento que, sin dudas, no representaba competencia alguna. Este era mi primer y mayor impulso. El deseo constante de tener lo que los demás tienen.

Afortunadamente, siempre he conseguido lo que quiero. El dilema no es ese. Es el hecho de no saber con exactitud qué es lo que quiero. A veces siento que lo sé y empiezo a soltar una catarata de disparates de forma genuina. Eso les encanta. Una larga seguidilla de promesas a romper. Las vuelve dóciles y las estimula. Les suministra romance y las priva de pudor. Una vez que consigo lo que quiero, que en realidad no es lo que creía querer en un principio; todas las promesas se esfuman como animales salvajes al oír un disparo. Y es entonces cuando, súbitamente, paso de ser el hombre perfecto a un miserable más.

Se puede decir con exactitud que mi vida amorosa se resume a eso. Seleccionar, tomar y destruir. He desbaratado la estabilidad sentimental de al menos diez mujeres en mi vida y no me arrepiento. No es que lo haya escogido así. Es simplemente el resultado propio de mi búsqueda personal de la felicidad. El hecho de que una o dos personas salgan heridas es solo una casualidad cruel que nada tiene que ver con mi condición moral. En pocas palabras, no soy una mala persona, si soy un gusano para muchos, eso es relativo. Es decir, si existiera una escala imaginaria de la escoria humana, estoy seguro que me encontraría unas cuantas posiciones más arriba que todas aquellas mujeres que engañaron a sus parejas conmigo.

Mi intención al relatar mis acciones no es justificarlas, si no que de algún modo sean comprendidas. No soy el único desalmado que actúa de esta manera en la vida y sin embargo, quizá sea el único que se atreve a admitirlo. Como yo, hay muchos más, e incluso, peores. Este hecho no me alivia ni me desconcierta aún más. Existe una raíz para cada comportamiento y cada quien tiene su propio raciocinio al momento de actuar. No existe ser humano que tenga la virtud de poder juzgar debidamente a otro, todos pecan y todos hieren. Yo simplemente me dejé llevar por el libre albedrío que me brinda la oscuridad de la lujuria.

Quizá algún día me toque pagar por todos los pecados que cometí, por todas las cosas que hice. Quizá muchos dirán que no se atreverían a hacer lo que yo hice, limpiarán su imagen ante la degradación de la mía. Quizá esta confesión logre devolver la moral a algunos infelices, engañándose a ellos mismos. Pero si de algo estoy seguro es que un hombre reducido a sus instintos, es simplemente un gusano. Y yo no soy la excepción.


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