El vendedor de grillos

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Cri crí cri críy los grillos se abalanzaron iracundos sobre él.

Era un verano de 1929 en el Estado de Nueva York. La situación en los Estados Unidos era cada vez peor, la bolsa caía en picado y el número de suicidios iba aumentando.

Arthur Mcgregor, corredor de bolsa desde hace muchos años, sufría la depresión que todo el país estaba sufriendo debido a las importantes pérdidas. Sumado a todo esto su mejor amigo y compañero de trabajo, Carl, había muerto hace varios días colgado del cuello. Arthur se sumía paulatinamente en este desanimo cada vez mas profundo haciendo de su figura joven (aunque ya estuviese entrando en los 50) un grotesco amasijo de huesos y carne postrados en una Chaise Longue mientras un hombre, de los pocos beneficiados por la crisis del 29, hacía como que lo escuchaba con la mirada perdida en los vacíos ojos de Arthur. La recomendación del especialista ``que se alejara del barullo de la ciudad, que se retirara de su vida profesional como asesor de bolsa y que le pagara los 500 dólares que costaba la sesión semanal´´.

Arthur no se lo pensó dos veces y, cómo al estar soltero no tenía que dar explicaciones a nadie, puso en venta su piso y pagó la señal de una pequeña y adorable morada ubicada en el pequeño pueblo de Tarrytown, situado a las orillas del imponente río Hudson.

En el exterior de la casa, un amplio jardín en el que descansar.

Con el paso de las noches se dio cuenta de que algo le entorpecía en su maravillosa lectura, un ruido tan persistente que se volvía desagradable. Esos dichosos insectos de medio centímetro de longitud, de un color pardo claro y de vibración continua que los hacía sonar como el repique de campanas del juicio final.

Una noche, harto del estrépito decidió salir a la caza de uno de esos infernales bichos. Una vez encerrado en la urna de cristal se introdujo en la cocina y puso el tarro sobre la mesa central, sentándose él enfrente de éste con la mirada fija en el repugnante insecto. La noche siguiente la pasó de la misma forma conociendo ya el aspecto del insecto y analizando con más detenimiento y con ciertos apuntes los aún hirientes sonidos que éste producía. Pasó un mes y salió a la captura de otro grillo, puso a los dos ejemplares en botes separados y se fijó en que el grillo macho (aquel que chirriaba), realizaba sonidos diferentes dependiendo del ejemplar que tuviera cerca.

Arthur hizo un pequeño estudio con todos estos datos comprendiendo así el funcionamiento de sus insectos y llegando incluso a saber interpretar, como si fuera una cutre imitación del código Morse, las repeticiones en los chirridos. Había pasado ya un año y de su depresión solo quedaban ya resquicios. Arthur había amaestrado ya a varios ejemplares de grillos, que le obedecían a los sonidos que el realizaba con un silbato especial, casi imperceptible para el oído humano. Los animales saltaban donde él les ordenaba, chirriaban cuando él se lo pedía y lo más importante aún, se callaban cuando Arthur se lo ordenaba. Mientras tanto sus ahorros llegaban ya a su fin y volvía a tener que pensar en alguna fuente de dinero. Comenzó con una venta de prueba a un circo de Nueva York, él les enseño cómo los manejaba con su silbato y los artistas circenses se quedaron impresionados; ésta fue su primera venta. Pasaron los meses y los grillos fueron adquiriendo cierta fama no solo entre los habitantes de Tarrytown, sino entre todos los habitantes del estado de Nueva York.

Rápidamente Arthur pensó en obtener el mayor beneficio posible de su negocio y se fabricó en el desván de su casa, un pequeño ecosistema en el que albergaría una cantidad importante de grillos macho. Tanto niños como adultos querían tener un grillo con silbato como mascota y Arthur los vendía por un módico precio, 10 dólares el ejemplar.

La venta de estos insectos había llegado a la cumbre y personas de todo el continente se acercaban a la tienda de Arthur para llevarse su ejemplar.

Con el paso del tiempo, todo el mundo se había cansado de su grillo ya que otras modas habían surgido y al igual que la de los grillos, iban ganando fama y popularidad.

Arthur no podía entender que la gente acabara detestando a esos adorables insectos, ya que para él suponían ahora toda su vida.

Su reserva de grillos ascendía ya a miles, porque ya no los podía vender. Una de sus monótonas noches, entró en el desván para dar de comer a sus idolatrados animales, cerró la puerta y antes de que encendiera la luz, cri crí cri crí…

 


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