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Habían pasado dos semanas desde que cumpliera los ocho años, y el pequeño Pedrito aún seguía teniendo pánico de los fantasmas a pesar de no haber visto nunca uno. Era algo que ni sabía ni podía evitar. Esa noche, como tantas otras, cerró la ventana por dentro y bajó la persiana hasta abajo del todo. Cerró la puerta con llave. Sentado en su cama, apagó la luz de la lámpara de su mesita de noche y se cubrió la cabeza por completo con la sábana. En ese preciso momento pudo escuchar con total claridad una voz de niña que susurraba: “Por fin estamos seguros los dos aquí”
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