EL IMÁN DE PLANETAS (1ª parte)

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*Cuento para niños pequeños.

EL IMÁN DE PLANETAS(1ª parte)

Eduardo era un niño rubito, de 7 años, con unos mofletes muy graciosos, que no paraba de jugar a la consola Playstation-3. Le gustaba muchísimo un juego que se llamaba “Lodfik” y todo el día estaba moviendo los mandos y pulsando los botones para ver si conseguía el record de 50.000 puntos.

El juego trataba de una nave que pertenecía a niño muy valiente que se llamaba Rick. La nave de Rick viajaba a un planeta muy muy muy muy lejano que se llamaba Lodfik, a millones de kilómetros de la Tierra. En las tierras de Lodfik se tenía que destruir a un montón de extraterrestres malvados.

-Ojalá yo pudiese ir hasta Lodfik, igual que Rick- fantaseaba el chiquillo.

El papá de Eduardo, que era inventor, y su mamá, que era astronauta, le decían a su hijo que no debía jugar tanto a la consola y que tenía que leer más libros infantiles; aunque el muchachito no les hacía demasiado caso.

Una noche que la Luna llena brillaba preciosa y era muy blanca, Eduardo se quedó mirándola hipnotizado, a través de la ventana. Nunca antes le había dedicado tanta atención y quería saber más sobre Ella. Así que, su mamá, de nombre Irene, animó al nene a leer libros sobre la Luna. Había uno en la estantería muy interesante, así que Eduardo lo cogió y lo empezó a hojear.

Aquella semana, su papá salió de viaje y se despidió de él y de su mamá.

Luego, Eduardo se fijó que el libro de la Luna que estaba leyendo, también trataba de planetas de los que él nunca había oído hablar: se llamaban Mercurio, Venus, Marte, Júpiter, Saturno, Urano y Neptuno. Todos esos planetas giran alrededor del Sol igual que la Tierra y el niño leyó que en esos mundos no vivía nadie, ni tampoco ninguna persona de la Tierra los había visitado.

Esto le dio mucha pena porque pensó que todo aquello estaría muy solo.

Un día, Eduardo con su voz dulce, le preguntó a su mamá una cosa que nunca le había dicho:

-¿Mami, tu eres astronauta, no? ¿Los astronautas suben al espacio, no?

-Sí, cariño- suspiró Irene – Hasta ahora no te hablé de mi trabajo porque eras demasiado pequeño pero ahora puedes empezar a preguntarme lo que quieras.

– Vale ¿Y podrías llevarme a visitar esos planetas del libro? Por fa, por fa, por fa, por fa.- insistió Eduardo.

– No, no puede ser, los astronautas, de momento, solo podemos viajar a la Luna. Tal vez, dentro de mucho tiempo las personas podamos ir a esos otros planetas.-le dijo Irene amablemente.

– Pero yo quiero ir ahora, quiero ir ahora. ¡Ahora!

– ¡Te he dicho que no puede ser!- gritó su madre.

En esto, que el niño se puso a llorar muy fuerte porque su mamá, Irene la astronauta, no podía llevarle a visitar esos planetas. Tal berrinche se pilló Eduardo que estuvo con lágrimas en los ojos varios días y su mamá se enfadó muchísimo pero al final los dos se pidieron disculpas.

-Perdóname por chillarte, hijito.

– Te pido perdón también, mami.

Y aunque Eduardo dejó de llorar, todavía seguía triste.

Entonces, su papá, que se llamaba Jorge, volvió del viaje y al llegar dio un abrazo a la mamá y a Eduardo. El niño le devolvió el abrazo pero hizo pucheros con los labios.

-¿Qué te pasa, guapetón? –le dijo su papi.

– Nada – dijo el pequeño, algo desanimado.

El papa sabía que era una mentirijilla, entonces la mamá le dijo al oído al papá lo que pasaba y él se quedo pensando…

¡A Jorge, el inventor, se le había ocurrido la solución al problema!

-Escucha Eduardo, mamá te llevará a visitar los planetas pero tienes que prometer una cosa -le dijo su padre.

-¿El qué?

Entonces su papá le susurró muy rápido al oído unas palabras que el niño no entendió muy bien:

-Bbsbsbs….imán….bsbsbsbsb….devolver….bsbsbsbsbs….regalo…..bsbsbsbs…promételo Eduardo.

-Vale, lo prometo pero… – pero Eduardo no sabía muy bien que significaba lo que le había dicho su papá. ¿¿Qué quería decir él con esas frases tan raras que casi no entendía??

-Ahora tengo que marcharme otra vez de viaje, tengo trabajo. Me voy a preparar tu regalo a un país llamado Portugal. – se despidió Jorge yéndose a todo correr.

El pequeño no tuvo tiempo de preguntarle nada más y se quedó con muchas ganas de saber que era aquella misteriosa sorpresa.

Eduardo esperó una y dos y tres y cuatro semanas y dicha sorpresa no llegaba. Había días que el niño se quedaba dormido esperando a su papá. Entonces su mamá, Irene, le tenía que coger en brazos y acostarlo.

Por fin, un día, su papa llegó del segundo viaje, llamó a Eduardo y le tapó los ojos mientras le llevaba de la mano fuera de la casa. El pequeño oyó voces de asombro de otros niños y niñas pero no les entendía porque estaban al otro lado de la calle. El papá apartó la mano de su carita pero Eduardo seguía con los párpados cerrados...

 


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