Testigos de la Ciudad II (El escuadrón)

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Recorrer las calles de la Ciudad ya no me significa lo mismo. Hoy en día veo poca cosa, y aunque sucede demasiado, me ganan las fuerzas de sentirme atrapado en lo cotidiano y el consecuente aburrimiento. El interés llega a ser tan efímero, que tendría que ocurrir un evento extraordinario para verdaderamente posarlo sobre ello. Luego voy caminando y prefiero recordar historias de otros, como la del señor Juan, un viejo fabricador de anillos de plata. Me citó hace tiempo en el café del Sanborns de los azulejos,  allí en el centro de la Ciudad de México, sobre esa caótica calle de fanáticos de las ópticas y chicles aplastados en el asfalto que llamamos Madero. Allí en el café, me entregó mi par de anillos de plata y el resto del tiempo lo llenó de anécdotas. A decir verdad no recuerdo más que un par, en especial una.

En algún mal momento de su vida, uno particularmente feo que duró tres años, prácticamente Don Juan pasaba todas las tardes hasta el amanecer con el escuadrón de la muerte de La Candelaria de los Patos, hombres dispuestos todos los días a beber hasta morir. todas las tardes, Don Juan, después de trabajar en el taller de joyería (desde siempre se dedicó a hacer anillos), agarraba sus cosas, los pesos del día, pasaba a la licorería y se veía con ellos en algún callejón del barrio, donde se compartían de la misma botella… excepto él, que era de los pocos que tenía un trabajo fijo y el poder adquisitivo suficiente como para darse el lujo de llevar la propia; eso era mal visto, aunque no lo determinante como para no ser aceptado por el resto (al pasar las copas, todos terminaban tomando también de su botella, me confesó). Don Juan me dijo que para entrar en ese grupo de decadentes, acaso el más afamado de toda la Candelaria,  se tenían que enfrentar con navaja el iniciado y un miembro consagrado; no era tanto una forma de lastimarse, sino de probar el valor del nuevo, era una especie de juego, de esquivar y ser agresivo, evitando dañar al otro, después de todo era el escuadrón de la muerte, allí llegabas para matarte de vicios. Todo mundo con un techo en la cabeza y tres pares de zapatos en su haber, veían a los borrachos de allí tan insignificantes como los campesinos que morían de hambre a muchos kilómetros de distancia de la gran mancha urbana, pero el escuadrón era dueño de un pedazo de banqueta y cada integrante era el más divino cuando era su turno de empinarse la botella, a ellos les pertenecía más que a nadie de su cinismo y su indiferencia. Se mataban a golpe de sorbos y sorbos, frío, hambre y abandono. Seguido aparecía alguno atropellado, y ante los ojos morbosos de los testigos, siempre había alguien que decía “ya se había tardado”. Y sí, le podían desear el mal a otro de su misma estirpe, pero se lo tendrían que callar, y mucho menos actuar en consecuencia, serían cualquier cosa menos traidores, claro, en ese lugar, en ese tiempo. Cuando se rompen los códigos todo se derrumba. Ocurrió el día que arribó un joven, totalmente molido por la vida, flaco hasta el hueso y perdido, ido. Sólo tenía su alma y su piel cubierta de jirones de tela a cuestas. Se les acercó y pidió un trago por clemencia, arrodillándose ante ellos, sobre la acera caliente, la mayoría evitó observarlo, pero alguno a regañadientes le acercó la botella y el joven casi llorando les observó los rostros por primera vez y les dio las gracias, les dijo, mi nombre es Joaquín y bebió furiosamente. Eran más de 20 hombres y  les divertiría iniciar al maltrecho joven, pero nadie le cantó el tiro, así que  lo dejaron beber. Pronto algunos de los que faltaban empezaron a llegar, en bola. y fue cuando un vidrio afilado rodó por el piso y cayó justo en las rodillas de Joaquín.  Sin importar su condición se puso de pie tambaleándose, sabía que siempre cualquier trago venía con consecuencias; movió su cabeza escudriñando a todos, para ver quien le retaba, y un hombre alto y canoso, con una navaja oxidada apretándose en su puño, se levantó iracundo. Joaquín se descompuso aún más, parecía reconocerlo. El hombre era Daniel, un cabrón, hijosregados, fanfarrón; siempre andaba con buen humor, pero al llegar y ver al nuevo se puso furioso. La iniciación nunca fue sino directa pelea, y una bastante ridícula. Un hombre totalmente borracho, tratando inútilmente de clavarle una navaja sin filo al joven famélico, sin fuerzas ni coordinación. Ambos se caían tropezándose con sus propios pies y al no atinar un golpe la fuerza les llevaba a caerse de boca. Era ridículo. Todos se reían tosiendo y burlándose de los bufones. < ¡Padre! ¡Padre! ¡Detente!>, gritó Joaquín. Daniel, cansado y mareado, se quedó lo más firme que pudo, intentaba con todas sus fuerzas no tambalearse, respiraba lento, mientras el otro daba tropezones, Daniel se concentró y apuntó con  sed de sangre al estómago, lo sujetó de sus harapos y descargó toda su fuerza sobre el vientre de Joaquín. Entró la navaja y le abrió con un movimiento violento y repetitivo debido al poco filo del objeto, el sonido me lo describió Don Juan como romper por la mitad una bolsa de tela. Daniel le rajó hasta por debajo del ombligo. La reacción del resto fue nula para detenerlo, al intentar levantarse para huír parecían un montón de pinos de boliche, rebotando antes de caer. Antes de salir corriendo, Don juan me dijo con cara de espanto que regresó la mirada, solamente para grabarse esa imagen y que su crueldad fuera suficiente como para alcanzar un boleto de salida de esa vida para siempre. Vio las entrañas escapándose por esa gigante línea roja, y la cara cadavérica, confundida y contraída del  muchacho observando cómo por allí se le escapaba todo el sufrimiento de la vida. Desde ahí, Don Juan no regresó al lugar. Nadie lo hizo. La policía investigó un poco, según se supo. Pero esa gente, pobre y sin papeles, no cuenta en las gráficas, ni si quiera alcanzó a salir en la nota roja. Al poco rato de nadie reclamar el cuerpo lo echaron a la fosa común. Tiempo después, Don Juan se enteró que Joaquín había regresado apenas dos días antes de ser asesinado, sin un peso y a pie desde Tlaxcala, allá había fracasado en conseguir un trabajo digno y después en un robo a una tienda de abarrotes, que le costó salir echando humos. Su padre, Daniel, desde hace años le acumulaba rencor en su sangre. La peor noche de Daniel fue cuando encontró a la mujer que amaba satisfaciendo en la cama a su propio hijo. Joaquín escapó.  Daniel perdió todo, le invadió una depresión terrible y la calle se lo deboró, con el escuadrón. Y pasaron los años y el odio quemaba, y a unos kilómetros, a su hijo, la culpa. Tal vez ese día ambos se liberaron. También Don Juan.   

Le pagué a Don Juan billete tras billete y se fue del café sin pagar su cuenta, ese anciano mentiroso. 


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