Si alguien está leyendo esto significa que he dejado de existir pues no pasará mucho hasta que la noche me encuentre, una vez más, anegado en sórdidas fantasías y decida arrojarme por esta ventana de la almena a la calle más abajo. No soporto más la negra culpa que se cierne sobre mi cabeza, ni el inenarrable horror que me embarga, ni puedo apartar estos horribles pensamientos de mi mente, fantasías o no y ya no los soporto más. Cuando lean estas páginas quizá se hagan una idea de porque debo buscar el olvido o la muerte.
Durante una inolvidable década estuve casado con una mujer de apellido Montero, hija de una casa noble cuyo padre la vendió al mío en un juego de cartas, a sus, a penas, cuatro años de edad. Como fuera creciendo se me inculcó la idea de que algún día llegaría a casarme con ella y yo crecí absolutamente convencido de ello. Así que, al llegar a la edad de veintiún años finalmente contrajimos matrimonio y mi padre nos asignó una parte del castillo para nosotros y nuestra descendencia. La década que estuvimos casados fue ciertamente inolvidable pues ¡oh dios perdóname! ¿cómo podría olvidar los peores años de mi vida? ¿cómo podría olvidar la de veces que quise simplemente dejarla morir o, lo peor de todo, matarla yo mismo? ¿quién podría olvidar cosas así?
Los primeros meses de casados todo funcionó correctamente, los problemas llegaron después cuando notamos que nuestros intentos por engendrar resultaban inútiles, y así pasó el tiempo entre infructíferos esfuerzos que solo hacían incomoda la intimidad, y yo no podía dejar de percibir esa decepción que empañaba sus ojos cuando me dirigía la mirada, ni el consiguiente apartar de la misma, como si me culpara. Finalmente entró en una profunda depresión de la que jamás la vi salir; ya ni siquiera se esforzaba en aparecer presentable ante mí y, a veces, a la medianoche, cuando no podía dormir tan asqueada por mi presencia como yo mismo por la suya, salía de la cama y se pasaba toda la noche dando vueltas por el castillo como un fantasma. Durante esas horas de extenuante vigilia me torturaba a mí mismo culpándome por nuestra situación conyugal y, entre acallados sollozos me entregaba a las fantasías nocturnas solamente posibles en sueños, solo para ser despertado a la mañana siguiente por sus furtivos pasos al acceder a la habitación.
Y entonces, cierto día de cierto año, ella no volvió por la mañana al lecho. Extrañado por esto, pues ella ciertamente era muy metódica en ese aspecto, decidí salir a buscarla. Con que sorpresa contemplé entonces, al rodear un recodo en una almena lejana, el cuerpo tendido de mi esposa, yermo e inmóvil. Pero no estaba muerta, no era tan bondadosa; el doctor denominó aquello, a falta de un término mejor para definirlo, como catalepsia y me dijo que las variaciones de esta rara afección eran meramente de grado; algunos simplemente permanecían en ese profundo estado de ensoñación un día o menos, inconscientes e inmóviles, pero las pulsaciones del corazón aún eran perceptibles, y el color de las mejillas nunca llegaba a abandonarlos del todo delatando su evidente vitalidad. Mas los había que pasaban sumidos en las tinieblas semanas e incluso meses, y ni el examen más metódico y minucioso podía concluir si el paciente permanecía vivo o no, teniendo, para estos casos que esperar a que la putrefacción en el cadáver se hiciera evidente para enterrarlos por temor a enterrarlos vivos.
Pues bien, esa vez permaneció por cerca de una semana en aquel sincope, y ya comenzaba a pensar que nunca despertaría de su letargo cuando repentinamente abrió los ojos y, sin reconocerme, me llamó por un nombre que no era el mío. Sinceramente humillado, abandoné la habitación, y la dejé sola hasta que ella misma salió en mi búsqueda sin recordar lo ocurrido.
Sus ataques se incrementaron conforme pasaba el tiempo y, para el final de su vida, pasaba más tiempo dormida que despierta, empero esto, me sorprendía el hecho de que cuando comenzara a desesperarme y pensar que ella no despertaría jamás, ciertamente, abría los ojos como si su intención fuera fastidiarme.
Y un día de cierto junio, para mí alegría, finalmente murió al ahogarse con su propia saliva en medio de uno de estos sincopes.
A su padre nunca le importó, y el mío había muerto hacía tiempo así que el único presente en el funeral fui yo mismo y solo estaba ahí por compromiso.
Su sola visión, por cruel que pueda parecer, me llenaba con repulsión. No podía contemplarla sin sentir un profundo asco hacía el tiempo que había desperdiciado a su lado y sin dejar de añorar la vida que otrora pude haber tenido. Mas me embriagaba la alegría por el tiempo venidero y por lo que podía hacer ahora que nada me unía a esa mujer estéril y enfermiza.
-¡Levántate ahora!-le grité al oído cegado por el triunfo-¡Levántate ahora y vuelve a acusarme con la mirada de tus propios crímenes! ¡¿Por qué duermes tan tranquila en estas impávidas y desoladas tierras más allá del mediterráneo cuando deberías estar suplicándome por absolución?! ¿Qué razón tienes para permanecer más tiempo del que ya has permanecido en ese estado de absoluta tranquilidad?-y reía mientras lo decía-¡Vamos, levántate!-. Entonces comencé a sacudirla por los hombros, rojo de cólera, y, halando hacía atrás su cabello con una mano le sacudí la cabeza a base de bofetadas.-¡Abre los ojos, maldita seas!-pero ella se limitó a permanecer así, inmóvil en el féretro.
Y entonces se hizo evidente que ella no se levantaría nunca más. Incluso me sentía estúpido en aquella postura con el cadáver. Sin cuidado lo deposité devuelta a su féretro y ya me retiraba cuando un gemido atrajo mi atención. La mujer detrás de mí se incorporaba sobre los hombros con los ojos abiertos y en aquel estado de involuntaria enajenación y olvido que suele preceder los ataques de catalepsia. No me detuve ni un segundo a pensar en ello y me arrojé sobre su cuello, y no lo solté hasta que estuve bien seguro de que estaba al fin muerta.
En aquel momento el mundo pareció dar una vuelta sobre sí mismo y parecíó alargarse y encogerse. Caí al suelo preso de un repentino desmayo.
Casi al momento siguiente (o no) abrí los ojos, exento de mis últimos recuerdos, pero, por alguna razón que entonces desconocía, me embargaba una sensación de alegría perpetua, ¿cómo podía estar alegre, si ella estaba viva…? Y entonces lo recordé todo. Recordé su muerte y una sonrisa iluminó mi rostro. Tratando de incorporarme noté mi incapacidad de hacerlo y entonces ¡oh dios mío! al voltear a un costado noté que había sido enterrado vivo junto con el cadáver de ella.
Pero no fue el hecho de ver su cadáver lo que me hizo gritar tan alto que alguien me escuchó y posteriormente me rescató, tampoco fue el hecho de haber sido enterrado vivo, no; fue la expresión sonriente que tenía el rostro de la mujer, de la mujer que estaba más viva que nunca.
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