LA ÚLTIMA ESTACIÓN (parte 1 de 2)

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Elizabeth volvía en el subterráneo llena de ilusiones. Se casaría pronto, y había ido a que le tomaran las últimas medidas para que le terminasen el vestido.

Era tarde y todos regresaban cansados del trabajo. La joven viajó sentada, con una sonrisa a punto de estallar en su cara; pero los rostros grises de los demás pasajeros le hicieron sentir que reír en aquel vagón era un acto vergonzoso.

El ruido monótono del tren atravesando las vías y las sombras repetidas que recorrían el vagón fueron interrumpidos por una persona dispuesta a contagiar su alegría a todos los pasajeros. Se trataba de un hombre en silla de ruedas que llevaba una vieja guitarra.

Comenzó a tocar las cuerdas de su instrumento y no era necesario poseer un oído absoluto para notar que estaban desafinadas. El indigente tampoco había sido favorecido con una voz agradable, pero el buen humor que lo caracterizaba hacía sonar mejor sus roncas palabras:

 

En la estación espero al último tren.

Un perro flaco muere solo al otro lado del andén.

Pienso en el frío de tu piel marchita.

Y solo espero no volverte a ver.

 

Nadie en el vagón giro la cabeza para mirar al cantante a excepción de Elizabeth. Entonces ella pudo ver su ropa llena de agujeros, los guantes de lana que le dejaban los dedos al descubierto, y los pantalones sucios y vacíos, puesto que el hombre no tenía piernas.

–Espero que les haya gustado mi música. La vida me quitó las piernas pero me dejó el espíritu. Voy a pasar mi gorra para que cada uno me de lo que pueda: un billete…, una monedita…, una entrada para el cine…, cualquier cosa me viene bien.

El mendigo se sacó la gorra y la puso sobre la silla de ruedas, justo en el lugar en donde debieron haber estado sus piernas ausentes. Así pasó entre la gente mientras les sonreía con sus labios secos y lastimados, mostrando unos escasos dientes manchados de amarillo.

Elizabeth solo pensaba en el hermoso vestido blanco que usaría en la boda, y le sonrió al hombre mientras se acomodaba el pelo por detrás de la oreja, haciendo un gesto negativo indicándole que no tenía dinero para darle.

El indigente se dirigió al siguiente vagón, y antes de cruzar la puerta volvió a mirar a los pasajeros:

–Les agradezco mucho por su tiempo y su dinero.

El subterráneo llegó a la última estación y Elizabeth subió las escaleras mientras seguía pensando en el vestido.

Caminó las dos cuadras hasta su departamento, lugar en donde no viviría por mucho más tiempo; luego de casarse iría a vivir con su novio Francisco a una casa nueva.

Hacía frío, y mientras caminaba se sujetaba la bufanda para abrigarse el cuello.

–¡Hola! –dijo tras abrir la puerta– ¡Llegué!

Nadie contestó.

–¡Apolo!

El silencio en el departamento era absoluto.

Apolo siempre iba corriendo a la puerta ladrando cada vez que escuchaba el ruido de las llaves, pero esa vez no dio señales de vida. Cuando Elizabeth entró, encontró al ovejero alemán tirado en la cocina; inmóvil.

Le gritó, lo movió, pero el perro seguía sin reaccionar. Llamó a una veterinaria de urgencias y entonces le dijeron que Apolo había sufrido una muerte súbita. No pudo hacer otra cosa que llorar.

Al día siguiente estaba demasiado triste como para seguir con la organización de la boda, pero Silvana, su mejor amiga, le dio ánimos y le dijo que la acompañaría al centro a elegir el pastel para la fiesta.

–Apolo estaba grande ya –dijo su amiga por teléfono–, además no sufrió. Todos lo queríamos y fue un perro muy feliz.

Por la tarde fue a tomar el subte para ir al centro, donde se encontraría con Silvana.

Viajó sentada, con un llanto a punto de estallar en su cara; pero los rostros grises de los demás pasajeros le hicieron sentir que llorar en aquel vagón era un acto vergonzoso.

El ruido monótono del tren atravesando las vías y las sombras repetidas que recorrían el vagón volvieron a verse interrumpidos por el hombre de la silla de ruedas.

Comenzó a cantar como el día anterior, y cada vez que sonaban las cuerdas de su guitarra desafinada, a Elizabeth le provocaban puntadas en la cabeza. Deseaba que las asquerosas uñas del indigente las cortasen y la música se apagara para siempre:

 

En el final solo seremos tú y yo,

amigo.

Estás viejo pero te veo como a un niño,

al que la vida le robó la risa,

y cuyos sueños y valor se han ido.

 

Cuando terminó de cantar atravesó el vagón con la gorra apoyada en su silla de ruedas en el lugar en donde debieron haber estado sus piernas ausentes.

–Espero que les haya gustado mi música. La vida me quitó las piernas pero me dejó el espíritu. Voy a pasar mi gorra para que cada uno me de lo que pueda: un billete…, una monedita…, un reloj de oro…, cualquier cosa me viene bien.

Elizabeth se paró antes de que él llegara a su lugar, y así evitar excusarse otra vez.

La joven descendió del vagón y subió las escaleras mientras miraba su teléfono esperando que tuviese señal.

Apenas pudo llamó a Silvana, con quien se encontrarían en la pastelería para ayudarla a elegir el pastel de la boda.

Silvana no atendió, y Elizabeth la esperó en el local por más de media hora hasta que al final eligió ella sola el pastel. La empleada jamás había visto una novia tan triste.

Al llegar a su casa siguió intentando comunicarse con su amiga, pero la seguía atendiendo el contestador. De pronto su teléfono sonó y apareció la imagen de Silvana en la pantalla, pero quien habló fue una tía de ésta, y le informó que esa misma tarde la joven había fallecido en un accidente automovilístico.

Elizabeth se arrojó en la cama a llorar; su mundo se estaba desmoronando un suceso trágico a la vez.

Al día siguiente se realizó el entierro de Silvana, y Elizabeth debió retrasar la organización de su boda y hasta empezaba a pensar en posponerla.

Al volver del cementerio se tomó el subterráneo, y entonces se cruzó de nuevo con el cantante en silla de ruedas.

 

...

CONTINÚA EN LA SEGUNDA Y ÚLTIMA PARTE:

http://www.cortorelatos.com/relato/27454/la-ultima-estacion-parte-2-de-2/

 


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