LA ÚLTIMA ESTACIÓN (parte 2 de 2)

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No quiso escucharlo aquella vez, pero no pudo evitarlo, él ya estaba en medio de una canción:

 

Se fue,

se fue con él,

ya nunca más la veré…

 

Elizabeth se tapó los oídos y corrió para alejarse lo más posible. Decidió bajar en la siguiente estación para esperar al siguiente tren.

Al llegar a su casa el portero del edificio le entregó una caja que le había llegado; era el vestido de novia.

Subió al departamento y sacó el vestido blanco. No podía pensar en la boda, pero se probó la prenda solo para matar el tiempo. Le encantó el vestido; le quedaba perfecto. Era de una sola pieza con cierre de corsé, tenía detalles en el escote y daba un ligero aspecto asimétrico que caía en forma de cascada a lo largo de la falda.

Por un instante se olvidó de la muerte de su perro y de su amiga, y hasta se le escapó una leve sonrisa. De todas maneras no iba a casarse por el momento, no estaba de humor para ello. Solo le quedaba ver el modo de decírselo a Francisco. Entonces el teléfono sonó. Era él; fue como una transmisión de pensamiento.

–Hola –dijo ella–. Justo estaba por llamarte para decirte algo importante sobre la boda.

Francisco suspiró del otro lado.

–Soy yo quien debe decirte algo importante…

Los signos vitales de Elizabeth se detuvieron mientras Francisco le explicaba que no estaba listo para vivir con ella, que lo mejor era tomarse un tiempo separados.

La joven sintió una fuerte presión en el pecho junto con un silbido en el interior de su cabeza similar al de un tren que está a punto de atropellar a un distraído.

Le dio un golpe al espejo que le provocó un corte en la mano, y su vestido blanco se manchó con sangre arruinándose. La joven tomó una cuchilla de la cocina y la envolvió en un paño, y así se fue dispuesta a matar a la persona que de algún modo incomprensible le estaba arruinando la vida: el hombre en silla de ruedas.

Subió al vagón mientras la gente la miraba, pero a ella ya no sentía vergüenza. Tenía la nariz y las mejillas coloradas de tanto llorar, y debido al vestido de novia muchos creyeron que se trataba de un artista callejero.

El ruido monótono del tren atravesando las vías y las sombras repetidas que recorrían el vagón la impacientaban más aún, hasta que por fin apareció el hombre intentando contagiar su buen humor para ganarse unas monedas:

 

Perdóname,

no fue lo que quise hacer.

El destino me robó también…

 

El indigente terminó de cantar y atravesó el vagón para que los pasajeros le dieran algunas monedas. Esa vez, cuando le llegó el turno a Elizabeth, vació su billetera.

–¡Muchas gracias, señorita! –dijo él sin percatarse de la sangre que había en los billetes.

Cuando se pasó al vagón siguiente ella lo siguió. La impasible sonrisa del mendigo pareció perturbarse aquella vez, y prefirió no seguir cantando; se había dado cuenta de que algo andaba mal con la joven. Entonces se dirigió a la puerta esperando descender en la siguiente estación.

El hombre bajó del vagón y Elizabeth continuó detrás de él.

La estación estaba vacía, y ambos atravesaron un largo pasillo de tubos fluorescentes.

Las luces mal conectadas prendían y apagaban, y solo se escuchaba el rechinar de la vieja silla de ruedas y los pasos de Elizabeth que estaban cada vez más cerca.

El mendigo se detuvo y enfrentó a su persecutora:

–¿Qué es lo que quieres?

–¡Arruinaste mi vida! –dijo ella.

–¡Espera! –dijo él, pero Elizabeth le clavó la cuchilla repetidas veces en su abdomen antes de que pudiera dar explicaciones.

Elizabeth regresó corriendo al andén y se subió a un subterráneo que acababa de llegar.

Un instante después vio a un guardia de seguridad subir al vagón junto al suyo. El guardia miró a ambos lados para luego caminar hacia donde estaba ella.

La joven comenzó a alejarse hasta que llegó al último vagón. Las puertas se cerraron, el tren estaba a punto de arrancar cuando vio que el guardia seguía acercándose, entonces abrió una de las ventanas y saltó a las vías desde allí.

El tren se alejó y Elizabeth se sintió a salvo. Sin embargo, cuando quiso subir al andén, algo la sujetó: su vestido se había enredado en la vía.

Mientras intentaba liberarse escuchó un fuerte silbido y al darse la vuelta la luz de un tren la cegó.

Días más tarde despertó, y cuando miró a su alrededor vio que estaba acostada en la habitación de un hospital. Recordó el momento en que el tren estuvo a punto de atropellarla y se sintió feliz de estar viva. Pero su alegría solo durante un instante, pues pronto soltó un agudo grito de dolor al notar el vacío bajo las sábanas en el lugar en donde debieron haber estado sus piernas ausentes.

 

 

FIN

 


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