Sodoma en el cine escena I
Por Prometea
Enviado el 18/12/2016, clasificado en Adultos / eróticos
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Estaba viendo la película porno heterosexual en un cine gay. Era una truco que los dueños comprendía que ayudaba a los que tenemos necesidad de ocultar nuestras tendencias pecaminosas y no aceptadas por los machos y las beatas de la buena sociedad. Para que la gente que de casualidad te viera entrar a ese cine, lo más que pensaría es que eras un libidinoso de marca. Pero sería muy raro que se imaginaran que ahí dentro, la mayoría de los hombres se dedicaban a tener sexo oral entre ellos, a ser penetrados y penetrar, a travestirse de mujer, etc.
Yo acababa de llegar y había poca concurrencia. Viendo en una escena como un rubia se comía un miembro de los más grandes que pueden existir, esperaba la oportunidad de ligar algo. Sin querer empecé a recordar cómo es que había tomado tanto gusto por saborear los deliciosos miembros masculinos; besar a hombres en la boca con el aliento de cigarro y finalmente ser penetrado hasta el fondo. Eran relaciones fugaces de diez minutos que terminaban con unas gracias mutuas para no volvernos a encontrar. Además la obscuridad de la sala permitía el anonimato aún si hubiese encontrado en la calle al que me acababa de poseer. Muchas veces mientras era penetrado y sentía ese gran pedazo de carne dentro de mí, pensé que mi esposa debería probar el falo que en ese momento me estaba abriendo en dos. Estoy seguro que hubiese enloquecido de placer pues el tamaño que yo estaba probando ciertamente duplicaba el que ella conocía de mí.
De pronto vi a una pareja completamente desnuda. Eso llamó mi atención pues casi todos solo acostumbrábamos a quedarnos con los pantalones y la trusa en la rodillas o cuando más en los pies. Pero ellos despreciando esa costumbre, se habían despojado de toda su ropa que habían colocado en una butaca. El que estaba inclinado, era penetrado con bastante enjundia por el otro. No eran exclamaciones exagerad o simuladas, ninguno se contenía para pujar, soltar un montón de “ayyy que rico”; o una letanía de “dame más por favor”; tampoco para besarse con frenesí con besos húmedos, profundos y totalmente lascivos.
Entonces mi mente me transportó a ese día en la primaria en la que mi amigo y yo de 12 años, nos besamos apasionadamente. Él era rubio, de una clase social muy superior a la mía y muy amanerado. Yo era un niño morenito de lo más común y corriente. Estábamos en una escuela marista y un día no recuerdo porque, el profesor nos ordenó que cambiásemos algunas vestimentas. Quizá estábamos en alguna obra de teatro o algo así. Cuando estuvimos solos y medio desnudos en el baño, solo nos quedamos viendo y sin decir palabra no besamos en los labios. Según yo, recuerdo que sentí lo más delicioso que había probado en mi vida, ¡además con alguien a quien yo creía superior! A partir de ahí buscábamos ocasionalmente la oportunidad para practicar en secreto una sesión de besos sin decir ninguna palabra. Tiempo después y sin explicación alguna, mi “novio”me dejó de hablar. Sentí una tristeza muy sorda y muy quieta dentro de mí porque en el fondo sabía que él se avergonzaba de que lo vieran con alguien de mi condición socio económica y no tanto por su ya evidente homosexualidad.
Con el tiempo y la adolescencia busqué, sin mucho éxito, a las niñas de mi edad. Sin embargo el recuerdo de aquellos episodios eróticos sonaban en mi mente como ecos de campana que me llamaban a concurrir a los placeres prohibidos.
No pocas veces aproveché en la escuela con el pretexto de los juegos rudos, para poner mi trasero tallando el miembro de mis amigos. Unos se apartaban perturbados, otros me seguían el juego y unos pocos se detenían a disfrutarme un poco. Solo se quitaban cuando veían que los demás ya venían.
Irremediablemente crié fama de que “me gustaba”. Empezaron a llegarme propuestas en las que por una pluma, cualquier baratija o incluso dinero, yo me bajaba los pantalones y ellos hacían lo que querían con mi trasero. Unos solo me acariciaban las nalgas y se reían o se burlaban divertidos. Otros más atrevidos frotaban su miembro en franco desarrollo, Al final todos me dejaban suspirando por más acción, pues supongo que el miedo hacía que solo se atrevieran a jugar por solo unos segundos.
A los 18 años en una escuela militar a la que mi mamá me metió para que “me hiciera más hombrecito”, conocí con quién me atrevería a dar los pasos finales hasta el fondo. Empezamos masturbándonos mutuamente después de una sesión de estudio de matemáticas (éramos los Nerd de la escuela). No tardamos mucho para que después yo lo penetrara; me penetrara, se la chupara y me comiera ansioso su semen. Fue una escalada a la voluptuosidad imparable. Las barreras de la pena cayeron una a una .
Las sesiones se repetían casi a diario. Las esperaba, las deseaba. La verdad ahora creo que su mamá sospechaba o de plano sabía. No solo consentía complacida, sino que cuidaba de que nadie perturbara nuestra soledad con el pretexto de que “los niños están estudiando”. Intuyo que ella ganaba la tranquilidad de saber que su bebé no se metería con alguna lagartona y además de que la fama de “estudiositos” que teníamos, se acrecentara frente a sus hermanas que ya andaban en los setentas.
Volví a la realidad en le cine, y vi cómo se comían a besos mis compañeros de película, en ese momento recapacité sobre el hecho de que a pesar de todo lo que hice con mi novio adolescente, nunca nos besamos. Esa fue la gran diferencia con mi primer compañerito sexual de la primaria.
Besar más que un paso físico, lo veo ahora como un paso emocional. Besar era la última línea a cruzar para poder seguir pensando que los homosexuales, putos o maricas, eran los otros y no yo.
En mi mente lo que yo hacía lo definía como “solo disfrutar del sexo con mi mejor amigo”. Sonreí. Justo en ese momento pasó alguien que con ese código tan eficiente del cine, inmediatamente nos tomamos de la mano, nos fuimos a la parte trasera y tuvimos nuestra sesión de besos profundos y húmedos mientras mutuamente buscamos nuestros falos. Los tocamos sobre la ropa con ansiedad pero con la delicadeza que esos menesteres requieren. Sentía su tamaño, su dureza. No había ningún intento de disimular; no había miedo ni temor de que otros se estuvieran masturbando mientras nos observaban.
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