La casa de Ana: el estanque y la tormenta.

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Hay un estanque cuadrado, lleno de agua de lluvia. Es tosco, grisáceo, con el color del cemento y el verdín. Está a un costado, lateral y casi lindando con el cerco de ligustrina del vecino. A su lado hay un tanque enorme, también de material. Tiene tapa y me siempre me dio miedo. Por eso, le paso apenas los dedos y me dirijo al primero. En mi recuerdo, me asomo y veo el cielo y mi reflejo. Pero me quedo para que los ojos se corran de ese engaño y veo renacuajos. Otra vez los sapos construyeron su mundo en esa ciénaga improvisada.

Los miro con cierta fascinación. Son casi peces pero no…algunos tienen patas. Una metamorfosis de pez dinosaurio. Cuando crezcan, cuando dejen de ser seudo peces, pasarán a convertirse en el terror de mi tía, la hermana menor de mamá. Siempre les tuvo fobia a los sapos. Y sin embargo, mi abuela Ana les hablaba y los dejaba convivir en su jardín, a cambio de la contraprestación de que le mataran algunas langostas molestas. Igual, había sapos y escuerzos. Contra estos últimos, mi abuela les tenía una especial aberración y por ende, pronto me instruyó en las características y recaudos frente a ese ser diabólico, cuyo “pis” podía dejarte ciego para toda la vida. Si es que antes no te devoraba, casi.

Es así como siempre tuve cuidado en el jardín de Ana, por las dudas. Dos animales eran de cuidar: uno, los escuerzos; y otro, la posible culebra tigrense. No porque fuera venenosa, sino por fea y mal genio. Igual, mi abuela me decía que si había una culebra, atrás venía otra cosa. Y yo, francamente, nunca quise comprobarlo. Sin embargo, mi temor absoluto lo constituían dos seres del mismo infierno: las arañas tipo pollito (o prima) y las langostas verdes. Recuerdo un episodio digno de Elsa Bornemann. Estaba Ana y yo en el jardín. Ella, removiendo tierra, sacando maleza y yo, admirando flores, perfumándome la vida y el verano con ese mundo. Hasta que la vida tiene eso de indómito a veces y corta cualquier tipo de inspiración. No se cómo, ese tiranosaurio de insecto verde, con sus patas como serruchos, tuvo la mala idea de tomar mi hombre izquierdo como rama. Grité con el terror más profundo. Ana vino y me preguntó qué pasaba. La langosta estaba agarrada de mi ropa, poseída. Y mi abuela no encontraba nada. Seguramente el bicho huyo despavorido pero la sensación y el fantasma rondaron mis visitas y veranos por años.

Ese día me enojé con el jardín, con Ana y huí a casa. Para luego volver una y mil veces a esa casa, favorita durante mi niñez. Ninguna casa que conocí después tuvo ese estanque, ni esa galería de mates eternos, ni ese pasillo pegado a la medianera de ligustrina, en el cual pasabas el sendero más increíble del mundo. Siempre hablé de portales hacía otros lado. Ese, estoy convencida, fue uno de los mejores que viví. Eso sí, no había cualquier horario para aventurarte a su descubrimiento. Más o menos a las tres de la tarde, se abría la magia. Había animales pequeños escondidos en la ligustrina. Y siempre, estaba la curiosidad de los espacios que permitían ver la casa de al lado, cuyos perros infundían un buen temor. Como huargos acaso.

Los días de tormenta, el pasillo y el jardín estaban vedados a la aventura; la cual se trasladaba al patio y al ritual de “preparase” para la tormenta. Ana guardaba celosamente una cadena de hierro, bastante herrumbada, pero perfecta para “cortar” tormentas. Servía para las grandes causas atmosféricas antes de que derramaran el Olimpo sobre la casa. Cuando el viento traía los primeros olores a tierra, mi abuela corría a su galpón y traía su cadena mágica. La disponía enfrentando a la tormenta, una especie de ocho abierto. Para capturarla y contenerla. La tenías que dejar así durante el episodio y un poco después también. No fuera cosa de que cortaras el hechizo entrerriano.

A veces, Ana estaba desprevenida hablando conmigo y la tormenta nos agarraba puertas adentro. Incapaces de cortarla, corríamos a buscar toallas y otras telas para tapar todos los espejos de la casa. También, guardamos tijeras y cualquier cosa que reflejara los rayos, para no “atraerlos”. Par no tentar a Thor, acaso. Y estábamos en la penumbra. Si las descargas eléctricas eran fuertes, mi abuela buscaba las hojas de olivo benditas, las colocaba en un cenicero y les prendía fuego. Ese incienso casero, mataba los truenos. Lo que nunca pudo controlar, creo, era su temor al viento. Nunca le gustó y le desesperaba un poco. Yo trataba mientras tanto de mantener mis temores ocupados en otros menesteres. Me refugiaba en su habitación, la cual era para mí una mezcla de museo arqueológico con set de actriz. Cada cosa tenía su historia, y por ende, cada cosa emanaba aventura.

Perdí la noción de cuánto tiempo he mirado fotos de gente que nunca conocí en esa valijita de maga que tenía bien guardada, o de espolvorearme la cara con el más exquisito perfume de su talco favorito. O de mirar sus joyas, de tocar su ropa e inhalar la fragancia perfecta de ese cuarto. Enmarcado con una ventana florida de santa rita fucsia que nunca más volví a ver.

Otro lugar favorito de esa casa fue, sin dudas, la cocina. Un lugar en dónde siempre fui ayudante y degustadora, pero el rol principal sólo fue de Ana. Moría con los buñuelos y su torta de limón, cuyas claras punto nieve torturaron mis manos por años. Y su guiso de “polenta”, sus fideos caseros con olor a cuento. El chocolate con churro de los 25 de mayo y las torta fritas de los mundiales. El mate con huequito para la cucharadita de azúcar y la radio a pila verde, que tanto acompañó nuestras mañanas.

Y me quedo corta. Cuando saco la cabeza del estanque cuadrado, hay fotos que se me pierden. O mejor dicho, que se esconden hasta otro momento. Pero que son carne y sangre, son voz y corazón en mi vida.

Hoy, no sé por qué, me acordé de vos, Ana. En un almuerzo de sentidos varios, se metiste con tu bizarría de mujer de campo en mi discurso.

Ojalá otro relato venga pronto, para volver a encontrarte en este álbum en dónde ocupás páginas infinitas.


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