Dejá vu

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De un tiempo a esta parte escucho, cada vez con más frecuencia, “he tenido un déjá vu”. Imagino que ya conoces en qué consiste la experiencia. Déjá vu es una palabra espantosa, feísima, que procede de Francia, lo mismo que  la ensaladilla rusa o la trucha escabechaba. De Francia han llegado  artilugios interesantes, como  la guillotina o el croissant. Respecto a su gente me agrada destacar a René Descartes, pues siempre cae en la selectividad (junto a Platón) y afirmó eso tan genial de “cogito, ergo sum“ (pienso, luego existo).

            La palabra déjá vu tiene una prima castellana, evocación, si bien no expresa exactamente lo mismo, por eso debemos recurrir a aquella para expresar esa sensación tan peculiar. La ausencia de nuestra propia palabra es tontería, pero a la gente le gusta déjá vu por quedar más relamido. ¿Cómo vas a padecer un apasionante déjá vu y tener que llamarlo, por ejemplo, remembranza? “He tenido una remembranza”, parece como si  el pimiento de la cena te hubiese aligerado el vientre, lo cual carece del más mínimo interés.

            El déjá vu existe, yo los he tenido (aunque este dato no aporta nada), y si bien se han formulado distintas teorías ninguna me satisface, pues todas quieren ser científicas. El déjá vu  no puede ser científico, perdería su encanto. Os contaré una remembranza que tuve hace un año. Yo mismo, en Palermo (Italia), 8 de julio, me encontraba solo, esperaba junto a un semáforo a que cambiase de color, en mi mano derecha un Maxiboom a medio chuperretear y comer. El semáforo cambió y comencé a caminar, desde la otra acera se acercaban un señor con un sombrero de paja y una morena espectacular. Frente a mí  había un perro feísimo, con solo las dos patas delanteras y el culo apoyado en un carrito de tiras metálicas, que meaba, a través del carrito, a un buzón de correos naranja. Llegó el déjá vu. Sin embargo, nunca antes había estado en Palermo, resulta imposible que en el planeta existiesen dos perros como aquel, mi norma es no comer helados en la calle: me parece impúdico, los buzones son amarillos y no naranjas y en las morenas nunca me fijo. ¿Cuándo he podido vivir esa escena con anterioridad?  Resulta absurdo intentar resolver el enigma científicamente, imposible de todo punto. Por tanto, ¿cómo encontrar una solución? En mi caso, la explicación  la guardaba el señor del sombrero de paja.


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