Y a sus ochenta y cuatro años Teodora se asomó a la ventana del numero veintidos, de la calle Las Fuestes, de aquel pueblo perdido. Donde su antiguo amor prometió esperarla hasta la muerte. Ella no quiso casarse con un hombre de pueblo, prefería alguien de ciudad, era la moda y se dejó llevar por amigas y familia de que dejara a Lalo, su amor eterno. Y sesenta años después, escurriñaba desde la oscuridad, un momento en la vida de Lalo. Este estaba postrado en una silla rodeado de hijos y nietos, seguramente estaba viudo no vió a ninguna mujer mayor. Teodora empezó a dejar caer las lagrimas pensando en una felicidad distinta, que pudo haber tenido y ahora se daba cuenta de lo perdido. Lalo hoy por hoy ni se acordaba de Teodora, él estaba enamorado de su pueblo, de su casa, consiguío a su difunta mujer diciendole la frase que le decía a todas que marchaban a trabajar a la ciudad, muchas no volvian. Pero una si lo hizo, Laura volvió y se quedó en el pueblo y con él. Teodora sigue suspirando en esa noche de Navidad, pasando frio. Mientras, su marido de ciudad la espera en el coche, traido al pueblo a base de mentiras y a rastras, ahora mismo se aburre en el coche una barbaridad.
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