El dinero no hace la felicidad, pero sí otorga ciertas prebendas que no están al alcance del común de los mortales. Gregorio lo había preparado todo concienzudamente, desde el día en que supo que sólo le quedaba un año de vida. Contrató los servicios de KrioRus, una empresa rusa especializada en criónica. Así, cuando, en el futuro, dispusieran de una cura definitiva de su extraña enfermedad, lo descongelarían y le devolverían a la vida. Renacería, probablemente al cabo de varias décadas, con un cuerpo sano y mucho más longevo.
También programó y ordenó su muerte asistida en un centro suizo. No quería acabar sus días con un deterioro orgánico que impidiera su posterior resucitación y tratamiento.
Tanto los preparativos como la ejecución del plan meticulosamente organizado salieron según lo previsto. Con lo que no contaba Gregorio era que, tras veinte años de hibernación, la batería que mantenía el criogenizador se agotara por falta de suministro eléctrico. Como resultado de ello, la cápsula en la que reposaba su cuerpo inerme dejó de funcionar, activándose, como por arte de magia, su apertura automática.
Contrariamente a lo que podría esperarse, su cuerpo descongelado volvió a la vida, pero resultó ser la única vida humana en un planeta inhóspito, sólo poblado por los únicos seres que habían sobrevivido a los altos niveles de radioactividad: los insectos. ¡Lo que habría dado Gregorio en ese momento por estar en la piel de su homónimo Kafkiano, Gregorio Samsa, tras su igualmente increíble despertar!
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