El diario (I)

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Enviado el , clasificado en Intriga / suspense
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Si tuviera que buscar un culpable, diría que fue mi perro, aunque hay quien dice que las cosas no ocurren por casualidad sino porque está escrito que sucedan del modo en que lo hacen, cuándo y por qué. En este caso, el por qué me ocurrió a mí tiene una fácil respuesta: porque soy un metomentodo. Será deformación profesional.

Suelo sacar a mi perro tres veces al día: a las siete de la mañana, al mediodía y a eso de las siete u ocho de la tarde. El hallazgo tuvo lugar durante nuestro paseo matutino. Siendo invierno, el parque que hay frente a mi casa estaba desierto y muy oscuro, pobremente iluminado por las escasas farolas que el ayuntamiento tuvo a bien instalar después de repetidas peticiones. Es lo malo de vivir en un barrio alejado del centro en una población, como la mía, de poco más de diez mil habitantes.

Mi perro no es de raza, pero tiene trazas de buen rastreador. Cuando algo le llama la atención a su olfato, me arrastra de tal modo que no puedo retenerle a menos que le parta el cuello de tanto tirar de la correa. Así que, para evitar esfuerzos innecesarios ?ya no tengo edad para ello?, dejo que el animal satisfaga sus instintos primarios, al margen de los puramente fisiológicos.

El caso es que esa mañana de invierno olfateó algo que le llamó extraordinariamente la atención y, como era de esperar, me arrastró literalmente hacia unos arbustos. Pensé que habría olido el rastro de otro can, de un animal muerto (un roedor o un pájaro) o de algún resto de comida. Pero no era nada de eso. Aunque el objeto en sí no hubiera atraído a ningún perro, su color ?contrariamente a lo que algunos creen, los perros sí distinguen los colores y, además, ven mejor de noche que de día?, y seguramente el olor que despedía le debió atraer sobremanera. Cuando logré que sacara el hocico de donde lo tenía prácticamente hincado, vi que el objeto no era más que una libreta azul de tamaño cuartilla. Cuando, no sin cierto reparo, la tuve en mis manos, comprobé que estaba bastante manoseada y repleta de anotaciones hechas con una letra muy pulcra. Con la escasa iluminación del recinto, ni con las gafas de leer habría podido sacar algo en claro de lo que allí ponía. A punto estuve de echarla a la papelera más próxima, pero algo me contuvo: mi dichosa curiosidad, que no me ha abandonado aun después de haberme jubilado.

Ya en casa, cómodamente instalado en mi butaca ergonómica y de articulación eléctrica (me costó más de ochocientos euros, pero valió la pena el dispendio) y con mis inseparables gafas de leer, sólo con hojear unas pocas páginas de la libreta (a la que le había pasado repetidas veces un paño para eliminar cualquier rastro de mugre y de bacterias patógenas) me percaté de que lo que tenía en mis manos era ni más ni menos que un diario de alguien muy culto pero tremendamente desgraciado.

Y ahí empezó mi aventura.


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