La Última Moneda Capítulo   1/2 (Final)

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Dos años habían transcurrido desde el amargo incidente, José González tuvo que irse a Lusaka en Zambia, gracias a su talento y habilidad, fue enviado como consejero de los países productores de cobre, llevándose   su familia al África. Todo había cambiado, era feliz,  no se le fueron los humos a la cabeza y continuó siendo sencillo y gentil, tanto en su trabajo como en la calle.
Ese día salió de su gran oficina,  se disponía a abordar  su  Mercedes Benz  cuando un par de negros jóvenes  maltratados por la vida estiraron  suplicantes  sus manos. El buen corazón de José hizo que sacara su billetera y les dio dinero a cada uno; con una sonrisa miró la gratitud de aquellos desdichados,  sacó todos los billetes y los repartió entre los dos,  gozándose de su alegría.
Iba a dar media vuelta e irse, recordó el amargo episodio donde fue rechazado. Sus ojos brillaron con lágrimas que pugnaban por salir, emocionándose de tal modo que no pudo evitar el irresistible deseo de abrazar a aquellos hombres, sin importarle el mal olor que despedían sus pobrezas; sorprendidos los jóvenes negros miraron su rostro húmedo y agradecieron con palabras que no entendió.


Se caló sus anteojos oscuros y continuó caminando hacia su coche, con paso liviano, ágil y alegre, se disponía a  abrir la puerta, pero el ruego de una voz  en castellano lo dejó inmovilizado.
—¡Señor González, señor González, permítame una palabrita!  Necesito unas moneditas para comer… por favor.
De inmediato su mente trajo los ecos de la estridente y burlona risa de aquel abusivo que no quiso ayudarlo. Es más, recordó al reintegrarse a sus labores que una investigación interna lo dejó libre de culpa,  error cometido precisamente por el orgulloso Jefe de antaño, ya  expulsado de la empresa.
Ahora la burla del destino lo ponía bajo su pie; temblando de ira, su mano tomó sus sienes y recorrió  su rostro, su vista se posó en un harapiento individuo parado junto a su automóvil. Reconoció en medio de su miseria al otrora orgulloso y despectivo Dámaso Alvarado; ahora sucio y barbón, estaba ante un desconocido  y próspero  ejecutivo  de la gran empresa  de la que fue arrojado sin piedad. Allí en Lusaka había intentado hacerse ayudar por funcionarios africanos,  le señalaron al “Señor González”, alto jefe de la compañía cuprífera chilena.
_Por favor, señor …, por nuestro Chile lindo, compatriota.
José se subió al Mercedes, sentado sus manos apretaban con fuerza el volante, con la vista perdida en un punto lejano. ¡Dios, no dejaba de oír aquella risa burlona! ¡Cómo quería decirle quien era y vengarse de él!  Finalmente venció su naturaleza de hombre bueno agradecido de la vida.    
Recordó que ya no tenía dinero, porque se lo había dado todo a los dos africanos, tampoco había sencillo en sus bolsillos, pero sobre el tablero brillaba un peso, tal vez destinado para propina. Lo tomó y, a través de sus lentes,  en silencio miró por última vez al desafortunado, aceleró suavemente y se alejó del lugar con una enorme pena en el corazón: atrás quedó su pasado y la desgracia de un hombre que no supo vivir…, dejándole en su mugrienta mano su última moneda.
                                                                                                                                                        


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