Una semana después, Bibi me mostraba contenta un mensaje de Caballero acordando otra cita para el día siguiente, en el mismo sitio. Me negué, esta vez no vengo, no voy a dejarme sobar de nuevo, pero lo que me asustaba de verdad había sido su amenaza de obligarme a participar. Racionalmente, me dije, nunca ningún hombre te ha obligado a hacer nada contra tu voluntad y éste no va a ser el primero. Pero tenía serias dudas de poder controlar la parte irracional de mi mente, pues había sido incapaz de negarme a algo que no debí haber hecho.
Mi teléfono sonó a las 11.15 de la noche. Estaba en la cama leyendo al lado de mi marido cuando me sorprendió ver en la pantalla el número de Bibi. Respondí, alucinando con lo que me pedía mi amiga.
-Tienes que venir. -¿Ahora?, pregunté levantándome de la cama para que Abel no oyera nuestra conversación. –Sí, ahora. Si tú no estás no hay juego.
-Pues no hay juego. Si ya me parecía una locura, este caso me parece demencial. ¿Cómo puedes dejarte arrastrar de esta manera?
Insistió, pero Abel también se había levantado preocupado por mi amiga, no es nada cariño, así que corté la discusión con un escueto, no es buen momento. Pero me quedé muy preocupada, pues el comportamiento de mi amiga me descolocaba.
De vuelta a la cama, no pude concentrarme en la lectura. Mi mente era una concatenación de imágenes de penes variados engullidos por labios expertos, mientras la voz del autodenominado Caballero me ordenaba participar. Me excité como pocas veces, así que me giré hacia mi marido, colé la mano por debajo del fino nórdico de otoño Lexington hasta llegar a su virilidad. Me miró sorprendido, sonriendo a pesar de avisarme que estaba muy cansado, no te preocupes, esta noche sólo trabajaré yo.
Aparté ropa de cama y ropa de noche masculina para engullir el miembro que me había dado cuatro hijos. Lamí despacio, saboreando, sintiendo cada milímetro de aquel pene que había llevado al orgasmo tantas veces aunque nunca lo había hecho con la boca. Hoy llegaré hasta el final, me dije.
Abel, el sí se comportó como un caballero, me avisó varias veces que estaba a punto de eyacular, incluso llegó a agarrarme de la cabeza para apartarme, pero no se lo permití. Por segunda vez en mi vida un hombre descargaba en mi boca. La primera me había parecido asquerosa, fruto de la inexperiencia mutua de dos adolescentes. Ésta la degusté con ansia. Me levanté para pasar al baño a escupir su simiente, pero cuando iba a agacharme en la pila, me miré en el espejo y me atreví. No me gustó el sabor, ni en mi paladar ni en mi garganta, pero cuando noté como cruzaba mi tráquea, una leve sacudida recorrió todo mi cuerpo finalizando en mi sexo en un pinchazo parecido a un orgasmo.
Mi marido me miraba sorprendido cuando volví a su lado. ¿A qué ha venido esto? Me apetecía. Nunca me lo habías hecho. ¿Te ha gustado? Mucho. ¿Quieres que lo repitamos? ¿Ahora? No, tonto, en otra ocasión. Claro.
Aún hoy, casi dos meses después, soy incapaz de explicar por qué me dejé convencer. Bibi estuvo enfadadísima conmigo los días siguientes, pues no comprendía cómo podía haberla abandonado, indignada conmigo, cuando el que la había echado de su coche había sido el caballero negándole su juguete si yo no estaba presente. Argumenté con una amplia batería de razones pero no quiso escucharme. No solamente estaba mal lo que estábamos haciendo y podía tornarse peligroso, además me ponía en un brete que para el que no me sentía preparada. Y Abel no se lo merecía.
Pero ella esgrimió únicamente un argumento. Te excita tanto como a mí.
Tenía razón, por lo que prometí acompañarla con otro desconocido, pero no con Caballero, pues aquel hombre me intimidaba y no estaba segura de poder controlarlo, de poder controlarme.
Supe que me estaba engañando cuando quedó con el siguiente. Como otras veces, me mostró imágenes de miembros desconocidos, pero el instinto me avisó. Ha quedado con él. Algo que confirmé cuando dirigió el coche de nuevo a Montjuic. Pero no protesté.
El Audi A6 estaba aparcado en el mismo lugar sombrío. Cuando nos detuvimos a su lado, bajó la ventanilla confirmando que Bibi no venía sola. Sonrió satisfecho. Veo que la has convencido. Temblaba, tenía un nudo en el estómago y una parte de mí pedía salir corriendo. Pero cuando el hombre bajó del coche, esperando que nos uniéramos a él, no pude reprimir una intensa excitación.
Mi amiga se quitó la chaqueta, mostrando una blusa estampada que se desabrochó sin que él se lo ordenara. ¿Y tú? Me preguntó. También me despojé de la prenda exterior mostrando el sueter morado de cuello alto Yves Loic. Cuando nos ordenó arrodillarnos, Bibi obedeció como una autómata, pero fui capaz de aportar la poca dignidad que me quedaba para pedirle que en el suelo no, dentro del coche. Me miró largamente, retándome, hasta que asintió, te lo concedo por esta vez.
Afortunadamente los asientos posteriores de un Audi A6 son lo suficientemente amplios para que cupiéramos los tres con relativa comodidad. Que ambas fuéramos mujeres delgadas y que él no estuviera gordo, aunque tenía un poco de sobrepeso, lo facilitó. Mi amiga a la derecha, yo a la izquierda del hombre.
Dejamos chaquetas, blusas y sujetadores en el asiento delantero, mientras caballerosamente alababa nuestros atributos. Empezó acariciando los de Bibi, elogiando su forma y dureza. No has tenido hijos, ¿verdad? Una, pero no le di el pecho. Típico de niñas ricas, soltó con desprecio. ¿Y tú, tienes hijos? Cuatro. ¿Te operaste porque los amamantaste y se te cayeron las tetas o las tenías pequeñas y quisiste hacer feliz a tu marido? Los amamanté, respondí sumisa, incómoda por la alusión a mi esposo.
Chupa, ordenó a su derecha, mientras me utilizaba de asidero, sobándome sin compasión. Bibi obedeció ansiosa, desesperada diría yo, tanto que tuvo que ordenarle que se lo tomara con calma, ya no eres una cría de quince años.
-¿Cuántas pollas has chupado en tu vida? –me preguntó. No sé, respondí con un hilo de voz. –Cuéntalas. –Seis, fui capaz de contestar cuando mi cerebro completó la suma. –Me gusta el número siete, pero te gustará más a ti. Acaríciame los huevos.
Obedecí, mientras mi amiga daba lo mejor de sí misma. Le preguntó si la había echado de menos. Mucho, respondió jadeando sin abandonar su juguete. Sus testículos llenaban mi mano, calientes, pesados, mientras sus dedos pellizcaban mis pezones.
-¿Cuánto hace que no chupas una polla? –me preguntó. Dos días. -¿La de tu marido? –Asentí. -¿Cómo se llama? –Abel. -¿Cuánto hace que no chupas una polla distinta de la de Abel? –Diecisiete años. –Pues ya va siendo hora que cambiemos eso –sentenció mirándome a los ojos.
continuará...
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