Aburridas -9

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Ante la dificultad por aparcar en las callejuelas del barrio de Horta, Bibi alojó el vehículo en un parking cercano a la dirección que nos había enviado, ansiosa por contentar a su nuevo macho. A nuestro macho. La previne ante la posibilidad que Carlos viera el cargo de la tarjeta de crédito en un lugar y a una hora inexplicable, pero no le importó. Necesitaba complacer a su compañero. Ese pensamiento, que no verbalizó con palabras, me llenó de celos como si de Abel se tratara.

Llamamos al timbre del cuarto piso, nos abrió vestido con un batín de cuadros para hacernos pasar a la sala de estar, más pequeña que el baño de mi habitación. Un sofá de dos plazas de sky marrón, una mesita de cristal con revistas y un mueble de caoba oscura eran todo el mobiliario del espacio. Por educación nos quedamos paradas cerca de la puerta, esperando ser invitadas a sentarnos, pero recibimos, en cambio, una reprimenda. ¿A qué esperáis?

Reaccionamos automáticamente desvistiendo la mitad superior de nuestro cuerpo, arrodillándonos ante nuestro brujo, hechizadas. Se sentó en el sofá, Bibi le abrió la bata, bajo la que no llevaba nada y nos lanzamos ambas hambrientas. Compartimos alimento unos minutos hasta que me ordenó entrar en la cocina y traerle una copa de coñac. Tardé en dar con el cristal y la bebida, pues una cocina no es mi hábitat natural, menos una ajena.

Cuando aparecí en la salita, Bibi tenía su virilidad alojada en la garganta mientras el Caballero la sujetaba de la cabeza para que no se moviera. Estaba completamente roja, pues parecía llevar unos segundos en aquella posición. Le tendí la bebida y le dio un trago largo.

-No hay mayor placer que degustar una copa de coñac con la polla completamente incrustada en la garganta de una buena zorra. –La saliva de mi amiga resbalaba por su barbilla, pero no se movía a pesar de emitir leves sonidos guturales. Dio un segundo sorbo, y sin soltar la copa, aflojó la presión sobre mi amiga. –Venga, ya estoy a punto. Tú zorrita, cómeme los huevos.

Obedecí sin dudarlo, a pesar de que era la primera vez que un hombre me llamaba de ese modo.

Durante un rato, como nos tenía acostumbradas, nos tuvo sentadas a su lado acariciándole esperando el segundo asalto. Así lo definía. Tranquila zorrita, parecía haberme bautizado, en unos minutos tú también tendrás tu medicina. Pero antes de ello, nos dio una orden de obligado cumplimiento para el siguiente día.

-No quiero volver a veros en pantalones. Las zorras visten provocativas. Ya sé que sois zorras con clase, pero la única diferencia entre vosotras y las de carretera es que vuestra ropa es más cara.

Lejos de molestarnos, de molestarme, el comentario me encendió más si cabe. Lo leyó en mis ojos, extraña capacidad la suya que me desarmaba completamente, así que no tuvo que darme la orden. Me arrodillé en el suelo, entre sus piernas, como sabía que él dictaba y trabajé para ganarme el premio. La variante vino cuando, sopesándome los pechos, me ordenó masturbarlo con ellos, que la pasta invertida por tu marido sirva para algo, pinchó. La posición impedía a Bibi lamerle los testículos, así que agarrándola del cabello la obligó a besarlo, con lengua, en un gesto que consideré más obsceno aún, para soltarla bruscamente obligándola a lamerle los pezones, fláccidos y velludos.

Pero igual como estaba haciendo yo, mi amiga cumplió sumisa.

***

No volvimos en diez días. Dos veces nos convocó, dos veces lo anuló, aumentando nuestra impaciencia, incrementando nuestra excitación. Sé que lo hizo adrede, pues de no haber sido así no nos hubiéramos comportado como las zorras que describía cuando cruzamos el umbral de su casa aquel 15 de diciembre.

Ambas nos quedamos paralizadas en el quicio de la puerta de la sala al encontrarnos con otro hombre. Pasad, no tengáis miedo, nos empujó tomándonos de la cintura.

-Si para vosotras yo soy un caballero, a mi amigo lo podéis llamar Gentilhombre. ¿Qué te parecen las dos zorras ricas?

-¡Joder! Están bien buenas –respondió con una voz desagradablemente ronca, mirándonos impúdicamente, desnudándonos con la mirada.

Aunque no protestamos, estábamos demasiado ansiosas por venir ni teníamos osadía para ello, el Caballero volvió a dejar claras las nuevas reglas del juego, que acatamos sin rechistar.

-La presencia de mi amigo no cambia nada. No tenéis de qué preocuparos pues sabéis de sobra que tengo polla para satisfaceros a las dos. –Esa frase humedeció mi sexo. –Pero como es de bien nacidos ser agradecido, reza el refrán, he pensado que tal vez os vendría bien un poco más de actividad pues a zorras como vosotras no es tan fácil teneros contentas. Además, aquí mi amigo también tiene sus necesidades.

Un mes antes, hubiera abandonado aquel piso diminuto de barrio obrero sin dudarlo. Bibi creo que también, aunque ella siempre había sido más proclive a aventuras sórdidas, pero la voz de Caballero, su magnetismo, nos tenía subyugadas.

-Cómo ves, son guapas y tienen clase. ¿Has visto con qué elegancia visten? ¿Con qué distinción se mueven? –Mientras él se había sentado en una butaca individual que no estaba el día anterior, el amigo había ocupado el sofá de dos plazas. –Pero es fachada. Arrodilladas son tan zorras como las baratas.

Comencé a temblar cuando nos ordenó desnudarnos. Ambas llevábamos falda con blusa o sueter, así que procedimos como de costumbre, solamente mostrando la mitad superior. Pero esta vez, también cambiaríamos eso. Fuera faldas. Mis piernas tenían serias dificultades para mantenerme de pie debido a los insistentes espasmos que mi sexo les enviaba. Al llevar panties, también nos los hizo quitar añadiendo otra instrucción a las normas que debíamos obedecer.

-No quiero volver a veros con medias de monja. El próximo día hasta medio muslo. Esto no es un convento. –El amigo rió la gracia, hambriento, no dejaba de sobarse el paquete por encima de la ropa. Era desagradablemente sucio, un viejo verde, descuidado y más gordo, aunque debía tener la misma edad que su compañero. -¿Qué te parecen? Puedes elegir a la que quieras aunque no tienen prisa y te dará tiempo de probarlas a las dos. Mientras te decides, -se giró hacia nosotras –servidnos un coñac a cada uno. La mujer de Abel sabe dónde encontrarlo.

Cuando entré en la cocina tuve que apoyarme en el mármol pues me costaba mantenerme de pie, la compostura hacía semanas que la había perdido. Bibi me miró, vidriosa, preguntándome con la mirada qué hacíamos, pero la respuesta era obvia, además de compartida. Quedarnos y tragar, nunca mejor dicho.

Cada una entregó un vaso a un hombre, yo entré primero así que se lo tendí a Caballero que estaba más lejos. Volvimos a quedar de pie en medio de la diminuta sala, vestidas solamente con un tanga y los zapatos, tal como nos habían ordenado.

continuará...

 

 


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