Lágrimas de color azul

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Sus ojos marchitos otean el horizonte en busca de aquellos momentos e ilusiones de cuando todavía era una joven bonita, de buena familia y con toda una vida feliz por delante.

Aun ahora, después de tantos años, Eulalia tiene dos espinas clavadas en su resquebrajado corazón: la de la impotencia y la del rencor. El rechazo de los suyos y las burlas crueles de los demás no consiguieron, sin embargo, doblegarla y, mucho menos, hundirla. Marchó lejos para olvidar pero el olvido no entiende de distancias. Cuando volvió al pueblo para dar el último adiós a su madre, creyó que podría resistir la tentación. Pero después de muchos titubeos hoy ha vuelto al muelle, al atardecer, cuando solo lo llena el rumor de las olas, para recordar el día que, de pie en este mismo lugar, miraba el mar que le tenía que devolver al hombre de piel morena y cabellos negros a quien amaba.

Parece como si fuera ayer que sus ojos, entonces vivos y enamorados, le buscaban con deleite a pesar de saber que no le podían ver. Todo un océano los separaba. Hasta que llegara el momento del reencuentro.

Él le juró que volvería y ella le creyó. Siempre se habían dicho la verdad. Por muy lejos que hubiera ido en busca de fortuna, no habría obstáculo en el mundo que le impidiera volver a su lado. Rico o no, le prometió que se casarían tan pronto estuviera de vuelta, a pesar de la oposición de su padre, quien no había permitido esposar a su única hija, su heredera, con un desarrapado sin futuro. Nunca entendió que la riqueza no se aloja en los bolsillos sino en el corazón.

Desde su exilio voluntario, él le escribió muchas cartas poniéndola al corriente de sus penas y de sus logros. Ella, prudente y temerosa, solo le contaba lo que él deseaba saber.

Pero por fin había llegado el momento del reencuentro. Se lo había escrito desde ultramar y ella contaba los días.

A bordo del barco que lo conducía hacia los brazos de Eulalia, se la imaginaba esperándole en el puerto de llegada, la piel blanca y pecosa la cara, y le hablaba desde alta mar, el viento azotándole el rostro. Ella miraba el horizonte desde el muelle, esperando el momento de abrazarle, jurándose no dejarlo marchar nunca más.

 

?Ten paciencia, mi amor, que no tardaré en llegar –decía él, desde la cubierta, la vista fija en el mar y la espuma blanca.

?Te esperaremos el tiempo que haga falta –le contestaba ella, de pie junto al agua.

?Me muero de ganas por volver a verte –gritaba él contra el viento huracanado y la mar encolerizada.

?Seremos la envidia de todos cuando nos vean de la mano por las calles del pueblo –gritaba ahora ella, acallando a las gaviotas.

?Nos casaremos tan pronto tengamos donde cobijar nuestro amor, pese a quien pese –clamaba él, los cabellos negros arremolinados.

?Unas nupcias, las nuestras, largamente aplazadas. Te espera un regalo que seguro te llenará de gozo –le decía ella ansiosa y sonrojada, jugando con los rizos de sus cabellos del color del fuego.

?Se acerca el gran momento. Ya vislumbro la costa lejana –celebraba él, la mar cada ver más airada.

 

Un diálogo éste del que solo el mar y un niño, asido a la mano de su madre, fueron testigos mudos de un amor y de unos anhelos exaltados por la distancia. Una conversación a millas de separación angustiosa. ¿Cuánto más debería soportar aquel barco surcando el mar furioso? ¡Qué larga se hace la espera cuando el deseo es tan intenso! ¿Quizá la mar brava no quería que se reencontraran, celosa del amor que se profesaban?

Eso pensó Eulalia entonces y lo evoca ahora que, triste y ajada, ya solo le queda el recuerdo de la ilusión, rota a oleadas, y el dolor todavía vivo que le provocó la visión del maderamen que, flotando por la bahía, parecía haber venido a darle sus condolencias.

Como la leña cortada a hachazos, así acabó aquel viejo barco cargado de esperanza. Como un árbol arrancado de cuajo por la tormenta, así se sintió Eulalia al ver frustrados sus más preciados deseos.

Nunca quiso descubrir a su amado aquel secreto tan bien guardado para no agobiarlo durante su ausencia, un regalo que él no llegó a conocer. Aquel naufragio se llevó al fondo del mar la posibilidad de entregárselo. Un mar que ahora recibe sus lágrimas, tiñéndolas de azul. Lágrimas que brotan de una herida profunda y amarga que jamás se cerrará.

Eulalia nunca perdonará al mar su condena a cuarenta años de dolor y de añoranza. Un dolor y una añoranza que solo ha podido aligerar gracias al fruto de aquel amor prohibido, que sacó la piel morena y los cabellos negros de su padre.

 


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