VISITA A UN CABARET
Por franciscomiralles
Enviado el 20/01/2017, clasificado en Cuentos
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Un domingo por la tarde a finales de los años 70, mi amigo Esteban influido por su bohemio
tío materno a quien él veneraba puesto que en su adolescencia le había enseñado un sinfín de
cosas, se dirigió a un célebre cabaret que se hallaba en la emblemática zona de Barcelona la
Avenida de El Paralelo donde proliferaban toda suerte de teatros en los que se representaban
desde siempre populares comedias musicales.
Cuando Esteban penetró en dicho local que tenía una ochocentista decoración, enseguida
recordó con admiración que su fama se había extendido por toda Europa desde el siglo XlX, el
cual había nacido con la pretensión de emular al Moulen Rouge de París, y cuyo tan sensual
como desenfadado espectáculo constituía una válvula de escape a un sencillo público que
estaba envuelto en las puritanas costumbres de antaño de connotaciones religiosas.
Pues se cuenta que en aquel teatrillo durante la Segunda República aparecían las vedetes
completamente desnudas; a la vez que muchas de ellas al terminar su actuación alternaban
con los ricos industriales que iban allí a "echar una cana al aire" y se hacían invitar por ellos a
una copa que solía costar un alto precio, a cambio de darles algo de conversación, de dejarse
besuquear, y toquetear un poco. Luego las chicas regresaban a sus camerinos o se
incorporaban al espectáculo habiendo suscitado la ilusión en sus admiradores de acostarse
con ellos cuando terminase la función; cosa que sucedía muy de vez en cuando. Seguidamente
al final de la jornada ellas cobraban una buena comisión por haber sabido hacer consumir al
buen cliente.
Tras pasar el periodo de la Guerra Incivil, y al llegar los años 40 que era cuando el tío de
Esteban había ido a aquel cabaret, la sociedad en general seguía estando encorsetada en una
férrea censura estatal y la libertad de expresión brillaba por su ausencia. Debido a ello las
alusiones al erotismo, al sexo por parte de las ingeniosas vedettes del momento se tenían que
insinuar, se daban a entender con eufemismos de un modo velado, si se quería evitar que las
autoridades cerrasen aquel sitio por un tiempo indefinido; entonces el sagaz espectador tenía
que saber interpretar, leer entre líneas el mensaje, la doble intención libidinosa que subyacía
en las expresiones aparentemente inocentes, dando lugar a que se le avivara la imaginación.
Asimismo, el humorista homosexual hacía reír a las señoras bienpensantes que iban
acompañadas por sus maridos y un grupo de amigos. Pues éste interpretaba un número
picante haciendo exagerados gestos propios de su condición sexual con una voz afeminada y
alambicada.
En aquel entonces este colectivo homosexual estaba bastante al márgen del denominador
común, el cual rendía una incondicional pleitesía, sobre todo el género femenino, a una cultura
machista que partía de una tradición ancestral, según la creencia en un dios fálico y creador
del que se derivaría la figura del héroe "sietemachos" al que ellas admirarían.
Pero la salsa del espectáculo del cabaret no eran los casposos números musicales con las
coristas medio desnudas, sino la chispeante y punzante dialéctica que se establecía entre
el público y el gay de turno quien era muy rápido de reflejos y tenía que tener el suficiente
ingénio para dar respuestas cortantes como cuchillos afilados a cualquier palabra, o
comentario soez que viniera del respetable.
Sin embargo el día que mi amigo Esteban fue al cabaret como aún le faltaban unas décadas
para modernizarse, no pudo evitar de sentirse decepcionado. El espectáculo parecía aferrarse
patéticamente a una mentalidad del pasado que en aquel momento sólo hacía gracia a familias
que venían del medio rural, quienes a muchas de ellas el tiempo psicológico no transcurría
nunca y vivían inmersas en una vieja tradición en todos los órdenes.
De manera que el hilariante diálogo con doble sentido que se producía entre la despampanante
vedette y el supuesto actor gay en el que ella le preguntaba con rintintín: "¿No le gustaría
regar mi jardin?" que había hecho reír tanto a nuestros progenitores no consiguió arrancar ni
una sonrisa a mi amigo Esteban. A decir verdad la función le pareció que estaba salpicada por
un humor rancio, trasnochado. Y en la misma medida la tramoya se le antojó decrépita.
Había sucedido que a pesar del afecto que Esteban sentía por su brillante tío, éste pertenecía
a una generación que no tenía nada que ver con la suya; pues cada uno de nosotros somos
hijos de nuestro tiempo histórico que nos ha tocado vivir, y ellos al igual que mucha gente y
también algunos partidos políticos no habían reparado que estaban circunscritos al conceprto
del filósofo grirego presocrárico llamado Heráclito que dijo hace ya hace miles de años que las
aguas de un río siguen su curso, se renuevan constantemente y nunca son las mismas.
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