Gertrudis y la merienda campestre

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El frío recorrió su espalda. Gertrudis no había reparado en que las nubes amenazaban lluvia y el aire de esa tarde de otoño era demasiado fresco como para pasarla a la intemperie. Pero no había podido resistirse a la invitación de Anselmo para merendar al aire libre. Hacía mucho tiempo que esperaba una ocasión como aquélla, a solas por unos momentos, sin testigos. Al fin él se había decidido a invitarla. Seguro que le declararía su amor. Así que ni la lluvia ni el frío más intenso la hubiera disuadido de pasar la tarde junto a él en ese paraje tan romántico.

Anselmo, joven heredero de una rica familia de viticultores, llevaba tiempo frecuentando la casa de los padres de Gertrudis con motivo del recién iniciado negocio con su progenitor. Acababan de formar una sociedad exportadora de vinos y licores y este floreciente negocio les obligaba a mantener continuas reuniones de trabajo. Siempre se encerraban en el despacho, portando ambos una copa de coñac en una mano y un puro habano en la otra. Antes de cerrar la puerta tras de sí, Anselmo la obsequiaba con una sonrisa y una mirada que lo decían todo.

Más de tres meses habían transcurrido desde que Anselmo apareciera en su vida y aun no se le había declarado. Gertrudis sabía que sus padres, pero sobre todo su madre, verían con muy buenos ojos una relación amorosa entre ambos. Pero faltaba lo más importante: que el joven, guapo y rico heredero le dijera aquellas palabras que esperaba oír con tanto anhelo.

Y por fin, iba a suceder. ¿Por qué sino la había invitado a pasar una tarde en el campo?

Ensimismada en sus cavilaciones, no se percató que Anselmo le ofrecía una copa de ese vino dulce que a ella le agradaba tanto. Levantó la mirada y allí estaba él, tan guapo y elegante, con su bigotito afilado más propio de un intelectual que de un comerciante.

Con una simulada timidez, Gertrudis aceptó amablemente la copa y dio un sorbo sin apenas mojarse los labios. Debía mantener los modales propios de una señorita de buena familia. Al poco, la muchacha sintió que se ruborizaba cuando él, obsequiándole con una sonrisa, tomó asiento junto a ella, muy cerca, demasiado cerca para quienes todavía no están prometidos. Pero quien algo quiere algo le cuesta, se dijo y, al fin y al cabo, llevaba tanto tiempo esperando esa íntima cercanía…

Tras un brindis por la mistad, la salud y el negocio común, Anselmo carraspeó y la miró fijamente a los ojos. Ha llegado el momento –pensó ella-, por fin me va a declarar su amor.

Anselmo, tragando saliva, dubitativo, casi sin aliento, se decidió a hablar.

-Gertrudis, tengo que pedirle algo y no sé cómo reaccionará. Llevo mucho tiempo dándole vueltas, pensando en cómo formulárselo pero no puedo soportar más esta indecisión, así que…

-Hable sin temor alguno, Anselmo, aunque creo adivinar lo que le inquieta –le interrumpió Gertrudis, ávida por oír la confesión de su amado.

-¿De veras? –preguntó el joven sorprendido y aliviado a la vez.

-Bueno, hable de una vez y saldremos de dudas –le conminó ella.

-Sí, sí, a ello voy, pero antes quiero que sepa que he hablado de ello con su señor padre y me ha dado su consentimiento. –Y aclarándose la garganta, prosiguió con su discurso- Pues quería proponerle…, quería preguntarle…, vamos que quería solicitarle, y perdone mi atrevimiento, si no tendría usted inconveniente en ser una de las damas de honor en mi boda. Es que mi futura esposa casi no tiene amigas en este país, es polaca y….

Unos pitidos intensos anularon toda capacidad auditiva de la pobre Gertrudis, que vio cómo todo a su alrededor se volvía borroso y empezaba a dar vueltas. Alguien, a lo lejos, le hablaba pero no podía captar con claridad qué le decía.

-Gertrudis, Gertrudis, ¿está usted bien? –le preguntaba, angustiado, Anselmo, a la vez que le daba unos suaves cachetes en las mejillas.

Pero Gertrudis, incapaz de reaccionar, lo único que pudo hacer fue perder el conocimiento. Solo los truenos fueron capaces de romper el silencio y la lluvia, por fin, hizo acto de presencia.

 


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