Tú tenías que quererme

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Era más de media noche,
la ciudad, medio dormida;
en la calle, ningún coche,
sólo alguna alma perdida.
En el cielo, ni una brisa
que meciera las ramas;
a lo lejos, unas damas
y en el fondo, alguna risa
de algún pobre desgraciado
que el silencio ha quebrado.
Así pues, a lo largo
de tan majestuoso lugar
nos movemos sin parar
por no caer en el letargo
de la ciudad de los sueños,
que no tiene ningún dueño.

Hace frío mientras ando,
así es la noche parisina,

en invierno y en verano,

una luz muy cristalina
de la luna se refleja
en aquella marquesina.

Mis pies, cansados
después de tanto camino,
me piden un respiro,
que yo, con mucho gusto,
acepto y no declino.
Mis ojos, en la penumbra,
acentuada por la niebla,
en la lejanía, en la sombra,
unos colores vislumbran.

Como aquel que extenuado,
toda su fe ha perdido,
y a Dios se encomienda,
en la arena, yacido
a los ángeles espera
dispuesto a que lo lleven
a los Reinos Celestiales;
y de repente, un sonido,
y a lo lejos, una estela
de lo que parece un bote:
se le encoge el corazón,
solamente de pensar
en salir de aquel islote;
toda mi alma, mi ser
necesitaba un descanso
después de aquella locura
que me hizo cometer
aquella infame acción:
la tenía que perder.

Mis manos empujan la puerta
de aquel bienhallado bar
y, mientras me siento,
una voz: “¿Qué va a tomar?”
“Una copa de vodka
y deje la botella”,
alcanzo a decir.
El camarero se gira
y me alcanza la copa;
“¿Ha tenido un mal día?”
“Ni se lo imagina.”
En mi voz hay un tono
que no puedo describir,
pero al barman le indica
que no ha de insistir.

Copa tras copa,
botella tras botella,
pretendo borrar
todo lo que queda
dentro de mi alma,
dentro de mi ser,
que a ella me recuerda.
¿Pero cómo olvidar
a aquella hermosa chica?

Es la ninfa de las aguas
divinas, de Castalia,
donde los cisnes se bañan
acompañando a Idalia.

Son sus ojos dos zafiros
que en la oscuridad brillan,
con luz propia y divina
que incontables suspiros
han logrado arrancar
y a muchos enamorar.

Son sus labios carmesí
que incitan al deseo
y que, al besarlos,
me han hecho prisionero
de este mágico embrujo
que me lleva ante Morfeo.
Y el dios, muy sorprendido,
premia a este Romeo
que, como si se lo robaran,
agarra bien fuerte el trofeo.

Son sus cabellos dorados,
brillantes como Apolo,
por Musas mías morados,
mecidos por el gran Eolo.
Que yo los he contemplado,
y he perdido el sentido;
que a mí me han hechizado
y me he dado por perdido.

Es su porte, su figura,
bella como la de Helena,
que me causan tantas penas
y me traen a esta locura
de esta hermosa ilusión
de la que me encuentro preso,
a la espera de algún beso,
causante de mi aflicción.

El vaso se ha acabado,
mas el dolor no ha cesado.
Mi mente está confusa:
¿Cómo pretendo olvidar
a aquello que feliz me hizo?
No puedo dejar de amar.
Son las dos de la mañana,
y mi copa está vacía,
y el barman, con simpatía,
mientras baja la persiana
dice que se ha hecho tarde
y me invita a marcharme.
Yo, haciendo un gran esfuerzo,
me preparo a salir,
y el dolor y el sufrimiento
no los puedo ya sentir.
Con paso lento y seguro,
me dispongo a partir,
y al abrazo de la noche
mágicamente me uní.
Pero cuál fue mi sorpresa:
unas perlas que caían,
diamantitos pequeñitos
que a mí me sonreían.
Mi coraza de metal,
que debía protegerme,
sucumbió al amor fatal.
Yo creía conocerme,
pero el recuerdo mortal:
tú tenías que quererme.


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