Kafka, ya muerto, decidió que para terminar con el aburrimiento que ese día tenía, lo mejor era meterse en la cabeza de Luis Buñuel. Y lo hizo, porque un muerto actúa a su libre albedrío, y si un día (lo de día es para que nos entendamos, porque los muertos no ven pasar el tiempo contando los días que pasan, como es sabido, naturalmente) es el aburrimiento, el abatimiento, la tristeza o el cabreo desconcertante (porque un muerto, coño, no tendría que cabrearse por ningún motivo) lo que más se deja ver, pues como digo el muerto tiene infinidad de opciones para erradicar ese repentino, digamos, malestar carnal.
Uf, cuando Kafka se metió ahí adentro, bueno, para qué contarles. Enseguida se lo fue a contar a un montón de muertos que se arremolinaban en torno a Platón, poniendo cara de interesados, pero en realidad con ganas de que pasara una mosca para entretener el segundo infinito.
Platón descubrió entonces que Kafka le tenía una especial inquina. Platón, sereno, eso sí, le preguntó por qué sentía hacia él una especial inquina. Kafka le respondió que su desnudez (¿lucidez?), que no, dijo desnudez, no era apropiada para la pasar la eternidad. Platón se echó a reír. Llamó a Nabucodonosor y le pidió que sumara dos más dos. El rey se puso a cuatro patas y comenzó a ladrar.
A todo esto, Dios le susurraba a Mozart que Vivaldi se metía en las cabezas de los vivos con más desparpajo.
Pero Kafka escuchaba, vamos si escuchaba; lo escuchaba todo. Pero porque Dios quería, y Kafka entonces decidió que para una próxima vez lo que haría sería meterse en un tambor de Calanda.
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