Una rubia demasiado cara

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Esta noche saldría. Tras el divorcio, se estaba convirtiendo en un ermitaño y en un amargado de la vida, y encima, aguantando lo peor que pudo depararle la separación de su esposa; le tocó el gandul y sinvergüenza de su hijo de 26 años.
Ni estudiaba ni trabajaba. El sofá de su casa se convirtió en su santuario y, adepto al “tumbing”, vivía así su filosofía de vida. Eso sí, a la “novieta” —como él decía —la llevaba bien servida; eso si le gustaba al muy canalla—por no decir cabrón —.
Mientras se afeitaba para salir, se miraba al espejo pensando en qué hacer, hacía años que no lo hacía, pero tenía claro que a ningún sitio dónde se encontrara fuera de lugar. Lo más adecuado sería cualquier local de esos de moda dónde la música de los 80´ y 90´, era el reclamo para gente un poco “más mayor”.
Terminó de afeitarse y se vistió, se echó la colonia de la misma marca que cuando era más joven, —“Brumel…llega el hombre”—, una fragancia más que pasada de moda pero que le hacía sentirse seguro de sí mismo.
Mientras salía el hijo le dijo:
—¡Papá!, ¿me puedo tirar a la Bartola en el sofá?
—Haz lo que te dé la gana, siempre lo haces; pero no me des más por saco—dijo mientras cerraba la puerta al salir.
Inmediatamente, el hijo—jeta por naturaleza y sanguijuela profesional —agarró su teléfono móvil y empezó a marcar,
—Dime.
—Vente Bartola, que mi padre se ha “pirao”, vamos a echar un polvete, me ha “dao” permiso.
—¿Pero vienes o qué, tía?
—Claro, coño.
El muchacho sanguijuela, colgó el teléfono y se frotaba las manos.
El padre pasado un buen rato accedió al local que le habían recomendado en el trabajo. Sitio al que le instaban los compañeros de trabajo para que fuera, sabedores de su situación sentimental.
Sonaban “Los Secretos”, «un buen augurio», pensó, siempre le gustaron.
Se acercó a la barra y pidió un refresco de cola. Hacía años que se cuidaba, nada de alcohol ni tabaco, además de tener su dosis diaria de deporte. Así mantenía un cuerpo sano.
Tras deambular por el local, se fijó en una rubia despampanante que le miraba,«¿Qué extraño que ese pedazo de tía esté sola, será un “travelo”?
La rubia seguía mirándolo con interés, y al final por curiosidad fue a su encuentro, «total, si se llama Manolo, me doy la media vuelta y ya está», pensaba mientras por los altavoces empezaban a sonar “Los Nikis” con su famoso “Olaf el vikingo”.
—Hola, ¿qué tal, cómo te llamas?
—Christine, ¿y tú?
«¡Gracias Dios, no se llama Manolo!».
Tras unas horas de charla animada, ella parecía un tanto chispada, quizá por los efectos de los cuatro Gin-Tónics que se metió entre pecho y espaldas, en contra de los refrescos de cola de él.
Le contó su vida, su forma de vivir, de la lacra de su hijo, y de las ganas que tenía de vivir y empezar una nueva vida; ella lo escuchaba muy atenta entre sonrisas y coqueteos.
Hasta que se decidió.
«Tengo que atacarle, entrarle ya», y se acercó lentamente para que Christine se diera cuenta de sus intenciones, cuando ella lo esquivó.
«¡Qué cabrona, me ha hecho la cobra!».
—¿Qué pasa, que no te gusto?
—Vamos a mi casa, tonto, y déjate de gilipolleces.
A los escasos 30 minutos entraban por la puerta de un piso, bien amueblado, con mucho gusto y que denotaba un alto nivel del propietario.
—¿Vives aquí, Christine?—dijo él mirando con asombro aquella vivienda que en nada se parecía a la suya.
—Es de un amigo… un tanto intimo, pero está de viaje, oséase, que relájate querido.
«Esta noche “pillo fijo”».
Ella sin previo aviso se abalanzó sobre él, se lo comía literalmente; le quitaba la ropa, parecía una loba en celo; él se dejaba hacer, «¡Dios, no me lo puedo creer».
Terminaron en la cama como no podía ser de otra manera. Y tras varios asaltos ganados por KO, ella se encendió un cigarro. Echaba el humo con parsimonia, estaba satisfecha. A él ni le molestaba el humo, estaba exprimido literalmente, feliz y satisfecho.
—Querido, voy a echarme una copa, tengo sed, ¿te traigo algo?—dijo ella mientras se levantaba dejándose ver su escultural cuerpo totalmente desnudo aún.
—Sí, a ver si recobro un poco el aliento, pero sin alcohol, por favor.
En poco apareció ella con las bebidas en la mano, contoneándose lujuriosamente, cuando se puso un vaso de tubo con el refresco de él entre los voluptuosos pechos mientras le decía:
—Te lo tendrás que ganar.
La maltrecha herramienta sexual que se suponía en stand-by, reaccionó al instante, cual caballero lanza en ristre dispuesta a otra envestida.
Al final entre juegos sexuales se tomó su bebida, y ella apuró el Gin-Tónic.
Pero la cosa no fue como él pensaba, empezó a tener sueño, «demasiada actividad para mi edad». Hasta que se encontró inmerso en el reino de Morfeo.
Al despertarse sentía confuso, le dolía todo el cuerpo, con los ojos entreabiertos, como si de una resaca de mil demonios se estuviera despertando, pero él no bebía.
Abrió los ojos, y aquedó sorprendido, patidifuso, no se lo podía creer… ¡estaba en un hospital!
Miró su brazo y tenía una vía puesta, enchufado a un aparato que hacía un “bip” cada cierto tiempo, «¿Qué coño había pasado, el estaba con una rubia de campeonato, y follando».
Entró un médico a la habitación.
—Buenos días Sr. Fernández, ¿Cómo se encuentra?
—No lo sé, ¿qué carajo hago yo aquí?, ¡anoche estaba con una amiga y me despierto en un hospital!
—Lleva usted tres días aquí, y suerte que le vio un viandante, que si no…
—¿A qué diablos se refiere?
—Fue usted víctima de una mafia de órganos humanos, y lo dejaron tirado plena calle.
—¡¿Cómo?!
—Así es Sr. Fernández, seguro que con el truco de una mujer de bandera que se lo lleva a un lujoso piso y le gratifica con sexo salvaje.
—Así es, qué hija de puta… pero le tengo que decir que fue el polvo de mi vida, doctor.
—Ni que lo diga usted, le salió caro; le ha costado un riñón… literalmente, por gilipollas.


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