MI COMPAÑERO
Mi colega y yo formamos una pareja inseparable, indivisible. Tenemos la misma edad y nos completamos admirablemente, yendo juntos a todas partes. Lo que más nos gusta es salir a pasear, lo cual hacemos muy a menudo, aunque siempre terminamos rendidos de cansancio. Tengo que aclarar que ya no somos muy jóvenes y sufrimos los achaques propios de nuestra edad (él más que yo). No podemos pasarnos uno del otro; nos necesitamos uno a otro para ir por la vida. Nos conocemos desde muy pequeños y debo reconocer que si un día le ocurriera algo, para mí sería muy difícil de soportar.
A propósito de esto, lo que voy a contar es algo que demuestra hasta qué punto puede uno sentirse impotente ante los infortunios que alguien puede sufrir, cuando ese alguien es para ti el que te ayuda, te sostiene y al que consideras casi como tu doble, tu alma gemela.
Pues bien, lo que ocurrió fue lo siguiente. Un día, en pleno verano, decidimos salir por la mañana temprano a dar una vuelta por un bosquecillo que hay cerca de casa. El tiempo era espléndido, por lo que decidimos que sería muy agradable sentir el frescor de la hierba húmeda caminando descalzos. Dicho y hecho. Seguimos caminando, sintiendo como nos pinchaban las agujas de los pinos y alguna que otra piedrecita que se empeñaba en no apartarse de nuestro camino.
Llevábamos un gran rato caminando cuando, de repente, mi compañero lanzó un grito de dolor. Por las dos pequeñas marcas en su piel, supimos que le había mordido una serpiente. Retorciéndose de dolor, pasó por diferentes fases: primero se puso pálido, haciendo resaltar los dos puntos rojos de la mordedura. Después, la palidez dio paso a un tono de piel más oscuro, hasta que, finalmente, tomó un color negruzco y la zona empezó a inflamarse seriamente.
Le arrastré como pude hasta el borde de la carretera, donde un automovilista nos recogió y nos llevo al hospital que, afortunadamente, no estaba muy lejos. El médico se alarmó bastante, ya que a pesar de la rapidez con la que habíamos acudido al hospital, la lesión había tomado un cariz preocupante. Le abrieron la herida para limpiarla y, después de inyectarle un antídoto, le instalaron en una habitación en espera de ver los resultados del antídoto. El médico quiso hablarme a solas, pero yo no podía dejar solo a mi querido compañero, por lo que me explico en voz baja (aunque creo que el enfermo no podía oír, ya que le habían sedado ligeramente) que harían todo lo posible por salvarle, pero que, si la fiebre seguía subiendo, no se podía descartar un fatal desenlace.
Esta eventualidad causo en mí un gran abatimiento. Se habían terminado los largos paseos, ya que sin él yo no iría a ningún lado. Le necesitaba. Por supuesto, siempre podría salir solo, encontraría el medio de suplir su compañía, pero ya no era lo mismo.
Durante el tiempo que estuvo hospitalizado no me separé de él ni un solo momento, permaneciendo a su lado día y noche.
Al cabo de tres días, su estado empezó a mejorar. Su piel recobró el tono sonrosado que siempre tuvo, la fiebre desapareció y el estado general dejo de ser preocupante. Dos días más tarde le dieron el alta. Estaba fuera de peligro.
Pronto reanudamos nuestros paseos, aunque, eso sí, ¡siempre calzados!
Mi inseparable compañero, el pie derecho, se había salvado.
Comentarios
COMENTAR
¿Te ha gustado?. Compártelo en las redes sociales