La primera vez

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—¡Cinco! —exclamó un tipo de aspecto imponente.

Metro noventa, castaño, ojos ambarinos, labios generosos, complexión atlética.

—¿Cinco qué? —replicó Erika con la curiosidad reflejada en sus exóticas facciones.

—Cinco tíos rechazados en hora y media. ¿Te has propuesto batir un récord?

—¡Sí! De hecho, estoy a punto de superar mi última marca.

—Date tiempo. Hay mucho hombre por aquí al que destrozar con tu absoluta indiferencia —afirmó señalando a su alrededor.

—¿Tú crees?

—Sí.

—¡Estupendo! Se me da de fábula rechazar hombres. Es un don y sería una lástima desperdiciarlo, ¿no? —preguntó irónica.

—No. La lástima es que tengas miedo.

—¿Miedo? ¡Vaya! ¿Tanto se nota?

—Al principio no, pero solo es cuestión de fijarse un poco.

—Tienes toda la razón. Si me disculpas, me voy al baño a llorar.

—Aún no hemos terminado —declaró sosteniéndole la mirada.

—¿Terminar qué?

—De conocernos.

—Por supuesto que sí. Compréndelo, no puedo aguantar más las lágrimas.

—Hipócrita.

—¿Cómo dices?

—Eres una hipócrita.

—Y tú un gilipollas.

—Soy cabezota, impulsivo y a veces, demasiado directo, pero no soy ningún gilipollas.

—Lo eres y mucho.

—¿Te gustan las mujeres?

—¡Me encantan! ¡Me vuelven loca! No puedo vivir sin ellas.

El hombre se acercó a Erika muy despacio.

—¿Cuántos tienes? ¿Treinta? ¿Treinta y dos? ¿Te has corrido de verdad alguna vez? —murmuró a escasos centímetros de su boca.

—¡Pero qué! ¡Vete a la mierda!

«Imbécil. Quién te crees que eres», pensó ella ciertamente indignada.

Decidida a alejarse de aquel chulo, dio media vuelta. Entonces, una mano grande y fuerte le cortó el paso.

—Como ya te dije, esto no ha acabado.

—Ya lo creo que sí.

Intentó zafarse de esos dedos largos que, pese a todo, la sujetaban con delicadeza. Fue inútil.

—Déjame pasar —gritó furiosa.

—No.

—¡Que me dejes pasar!

—No.

—Oye, mira, no tenía pensado hacerte daño, pero no me has dado otra opción.

Lo agarró del pulgar y con una rápida maniobra, le retorció el brazo detrás de la espalda.

—¿Te sientes mejor? —demandó él esbozando una amplia sonrisa.

¡Imposible! Había practicado esa técnica con su monitor un millón de veces. Por muy mal que lo estuviera haciendo, el tío debería sentir un mínimo de dolor. Sin embargo, ahí estaba, como si nada. Todas las señales de alerta de la joven se activaron. Su sentido común le rogaba que se largara cuanto antes, pero ella no era una cobarde. Le soltó el brazo. Lo miró fijamente a los ojos y le preguntó con todo el aplomo del que fue capaz:

—¿Qué tengo que hacer para que te pires?

—Contestar a mi pregunta.

—¿Sólo eso?

—Sólo.

—¿Seguro?

—Por supuesto, pero no me mientas. Si lo haces, lo sabré.

—Guárdate tus advertencias, Hulk, no me asustan.

—¿Te la repito?

—No, gracias. Tengo buena memoria. La respuesta es: ¡Sí! Rotundamente sí.

—No mientas o me quedaré contigo un buen rato.

—No miento.

—Sí lo haces. Empecemos de nuevo. ¿Te has...?

Empujó al tipo contra la barra. Lo agarró del cuello y le escupió las palabras a la cara:

—¡No sé a qué juegas y me importa una mierda. Te juro que te echaré a patadas del local si no me dejas en paz ahora mismo!

«Ya pensaría después cómo lo haría».

—¿Tanto miedo te doy?

—¿Miedo? ¿Tú? ¡Por favor! Lo que me das es pena, mucha pena.

—Ah, ¿sí? Comprobémoslo.

En cuestión de segundos, el desconocido agarró a Erika firmemente de la cintura. La puso de espaldas a la barra, se pegó a ella con cada parte de su espectacular anatomía y esperó a que el cuerpo de la chica le exigiera una mayor atención. Entonces, le susurró al oído:

—Tu pelo negro, tus ojos aguamarina, tus deliciosos labios, tu vientre plano, tus pechos redondeados, tus sugerentes caderas, tu piel bronceada... Harían enloquecer hasta al más casto de los mortales, pero a mí, encanto, lo que me la pone así de dura, —explicó apretando su entrepierna contra ella— es tu mirada. Las miradas no engañan y la tuya, es un libro abierto.

—¿Libro? —balbuceó confusa.

Aquel contacto la había aturdido más de lo que ella creía. No sabía qué hacer ni qué decir. Sólo podía sentir. Sentir el anhelo en los ojos de él, la necesidad insatisfecha de su espléndido miembro...

—¿Te has corrido alguna vez, morena? —preguntó con voz ronca.

—Sola, sí. Muchas veces —admitió ruborizada—. No he conocido a ningún hombre al que le preocupe satisfacer a una mujer por encima de sus propios deseos.

—Yo puedo ser el primero.

—Lo siento, grandullón, soy demasiado difícil.

—Me encantan los retos, preciosa. No pararemos hasta que me lo pidas. Haré realidad todas tus fantasías, incluso las más oscuras. Te lo prometo.

—Será una noche larga —concluyó ella brindándole un suculento morreo.

Y lo fue. El vikingo cumplió su palabra.

 

 


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