Él

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En silencio se dedicó los siguientes minutos a contemplar el mar, teñido de azul, y a escuchar su ocasional murmullo al romper una ola en la costa. La espuma, dejada atrás al retroceder de su fiero embate el océano, susurrando letanías inaudibles parecía desaparecer en misterio, como si se evaporase, o como si fuere consumida por la arena. La espuma, salpicando las rocas aledañas como la baba de un dios imposible, y el lento murmullo acallado de las olas; sólo con eso ocupaba su mente y su cuerpo, sonriendo.

    Volvió la vista al cielo estrellado; la luna le sonreía amable, las estrellas ardían perennes, algunas, palpitantes, como si vacilaran y luego, recuperando la confianza, ardieran de nuevo. Desde lo alto del balcón contempló la silueta de la luna dibujada en el mar, mecida pacíficamente por el vaivén del viento, contorsionándose involuntaria, casi bailando.

    Volvió a sonreír mesándose el cabello castaño sacudido por una débil mano invisible.

    Dos figuras aparecieron de repente, abajo, en la playa, de un sitio cubierto a su vista por las rocas. A esa distancia le resultaba imposible verles los rostros o la ropa que llevaban puesta, los identifico, sin embargo, por la forma en que entrelazaban sus manos en gesto cariñoso, como una pareja de amantes dando un paseo por la playa a la luz de la luna. Decidió, de pronto, que él también daría un paseo. Él, solo. Él…

    En el segundo piso, el balcón ostentaba una sólida escalera de granito a un costado de él y del edificio, que comunicaba con la piscina y la cochera, y que, ocasionalmente, servía como ruta de acceso o de evacuación. Comenzó a descender los peldaños, lentamente, siendo consiente por primera vez de que nunca lo había hecho así, con calma, de que nunca había recorrido ese camino sin prisa. Un mal recuerdo invadió su mente entonces.

    -Basta-se dijo, y se llevó la mano al cuello de la camisa para deshacerse el nudo de la corbata.

    Al llegar al rellano de la escalera, con la corbata en una mano, y la americana que se acababa de quitar en la otra, y al volver la vista hacia arriba, hacia el balcón del que acababa de salir, se preguntó por qué no los habría dejado arriba. No hallando sentido en regresar el camino andado, se dirigió a la cochera y, atravesando la puerta auxiliar y, cerrándola tras de sí, abrió la portezuela del copiloto del vehículo. La luz del techo se encendió al instante, acallando la oscuridad imperante del recinto, tan sobriamente dispuesto. No se limitó, sin embargo, a simplemente arrumbar la americana y la corbata, e, inclinándose un poco hacia adelante para alumbrar su vista, colgó la americana del asiento de pasajero y depositó la corbata en la guantera. La guantera… Tras extraer un objeto la cerró de nuevo junto con la portezuela y abandonó la cochera.

    Aproximándose a la verja con el objeto entre las manos la abrió con el control remoto. En aquella lúgubre noche, de impero silencioso, el ruido de la verja al ceder sobre sus propios rieles bien podría haber sido algún horror oculto, quizá, el insondable rugido de alguna bestia de apariencia mórbida y oscuros motivos, o el desesperado grito agónico de algún pobre acaecido por la desgracia. El ruido finalmente se detuvo y la noche quedó sumida de nuevo en el silencio absoluto de los eternamente muertos: el silencio del mar, ese que es como un susurro. Solamente el quedo susurro del viento navegando sobre el mar interrumpía la afonía de la noche, y pensando que sería descortés de su parte interrumpir el ambiente de espectrales voces, concebidas naturalmente, dejó así, la verja.

    Luego, acercándose a la costa, comenzó a andar en la tierra húmeda, resbalando a veces al hundirse sus zapatos en la arena. Bajo la noche, comenzó a andar sin otro objeto que alejarse todo lo que pudiera de la casa, todavía fingía, sin embargo, la sonrisa; se le daba bien, tenía práctica. En su mente contempló uno de los espectaculares en los que aparecía, y junto a su rostro de falsa sonrisa, el eslogan de la compañía de la que era dueño. El nombre, debajo de su rostro, seguido por las palabras: Dueño, director, millonario y filántropo. Resbaló de nuevo en la arena húmeda y cayó al suelo con inusitada violencia, y no fue hasta que lo hizo, que se dio cuenta de que había echado a correr. Había conseguido proteger el rostro poniendo las manos delante, sin embargo, el objeto que portaba se le había escapado y ahora yacía inerte en la arena. El metal, refulgiendo bajo la luz de la luna, emitía destellos incontrolados, quizá no reflejando los de la luna sino los de la superficie del mar; la arena había entrado dentro de su camisa e, inclusive, sus pantalones; uno de los zapatos había acabado en el mar y tenía heridas en las manos y la espalda. Ninguna de estas cosas, empero, le importaban lo más mínimo.

    Irguiéndose, desesperado, casi enloquecido, sin siquiera detenerse un segundo para acicalarse, intentando correr con la torpeza del ave que intenta volar por primera vez, medio de pie, medio en el suelo, alargando las manos recogió la pistola.

    -¿Se encuentra bien señor?-interrumpió un jovencito. Posada, detrás de él, estaba una muchacha. Ambos estaban despeinados y ella todavía intentaba acomodarse la falda.

    -Sí-respondió él ocultando el arma en la espalda bajo la camisa, poniéndose de pie. Sonreía-. Ha sido un accidente-el muchacho le contempló pensativo e inquirió:

    -¿Desea que le acompañemos a su casa?-y luego, al ver que el hombre se tambaleaba, se inclinó para cogerlo.

    -Debí perder el zapato en la caída, disculpa. Será mejor que me quite el otro también.

    -¿Dónde vive?-terció la muchacha ayudando al hombre a mantenerse en pie, sujetándole del otro brazo. Las piernas del hombre y sus brazos estaban temblorosos, los labios, quizá por el frio, quizá como acto reflejo, seguían el ejemplo. Hedía a alcohol y parecía no haberse cambiado de ropa en días.

    -Allí-respondió señalando con la cabeza la mansión al final de la playa.

    Casi a rastras, el hombre emprendió el regreso acompañado de los dos jovencitos. Su vista, fija en la mansión, pues apenas podía apartar de su mente los horrores, parecía clamar lo que sus labios no se atrevían. La vieja casona, acrecentada por su proximidad, su presencia y su retahíla de horrores, ya estaba al alcancé de la mano cuando el hombre murmuró atemperando sus pesares y sus sentires: horrores:

    -Ya está bien, pueden dejarme aquí-y, desasiéndose de su agarre, se apartó de ellos.

    -¿Está seguro?-inquirió uno de los jovencitos-Todavía le tiemblan las piernas.

    -Sí, lo estoy-respondió sonriendo. Los jovencitos no parecieron creerle, pero no tuvieron otra opción que marcharse.

    Dándose la vuelta entonces, el hombre penetró la verja abierta y, ya sin teatralidades, subió de inmediato las escaleras desenfundando el arma.

    -Ya estoy en casa-murmuró más para sí que para ella. Luego, sentándose en la silla que ella había utilizado, leyó de nuevo la nota de suicidio:

    «¿En realidad nunca me amaste no es así?»

    Se inclinó para recoger la botella del suelo y, hallándola vacía, por último, sonrió.

    Luego se voló la cabeza de un disparo.


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