TE ENCONTRÉ
Y me escondí allí. Repleta de sueños, de ganas y colmada de proyectos en el aire. No dejé ver ni una sola lágrima de frustración a nadie, ni siquiera a él, bueno sobre todo a él. Refugiada en el pijama, las zapatillas de hipopótamos y el pelo sin peinar, juntaba ideas en mi cabeza para ir clasificando las más importantes. Tenía tantas, tantas que ni recuerdo las que se quedaron en poco más que un proyecto o en no mucho más que un sueño. Pero se evaporaron como el agua hirviendo, se difuminaron en el aire como las nubes, se emborronaron en el papel como la tinta y mis lágrimas.
No quedaron proyectos, no quedaron sueños, no había ilusiones, no existía yo. Me ahogaba tanto que no podía ni respirar y al abrir una pequeña ráfaga de la ventana para que entrara un poco de aire fresco, te escuché.
No hablabas, ni cantabas, no hizo ninguna falta. En un tiempo que no se si contarlo por minutos o por los latidos de mi corazón palpitante, llegaron a mí todas tus ganas de vivir. Llegó tu juventud cargada de ansias, llegó a mi ventana tu risa fresca y tu bocanada de aire con un sabor a mar.
Rastreé mentalmente tu sonido para saber quién eras y cómo eras. No tardé mucho en averiguarlo porque en el bloque no había mucha gente que pudiera albergar toda esa sensibilidad y todo ese amor por la música. Y al encontrarte en mi mente, abrí la ventana de par en par e inspiré bien hondo hasta que al entrar el aire en los pulmones me hicieron daño.
Lucía, creo que te llamabas Lucía. A veces nos cruzábamos en las escaleras del piso al entrar o salir de casa. Pequeña, menuda, seria y muy joven. Podrías haber sido mi hija, si yo hubiera tenido alguna vez una hija, ya se hizo tarde para ello. Pero desde aquella mañana, te convertiste en mi hija querida, en mi razón de existir, en mis alas.
Ya nunca más cerré la ventana, se quedó abierta para siempre. Mientras me hacías llegar tu vida con las teclas de tu piano y tu música se colaba en mi vientre, cogí una maleta. Mientras la alegría de tus melodías se convertía en mis sueños, abrí el armario y metí toda la ropa que pude. Mientras tu sensibilidad envuelta en notas musicales volaba en el aire… yo también volé.
Salí por la puerta cerrándola de un portazo y nunca jamás volví. Allí dejé mi llanto, mi ansiedad, mi tristeza, mi locura, mi desesperación, mi maltratador egoísta y asqueroso y mis zapatillas de hipopótamo. Todo lo dejé allí en aquel piso carcelario, todo menos mi maleta, mis zapatos rojos de tacón y tu música.
Gracias Lucía, mi hija querida, me abriste sin saberlo, las puertas del alma desde tu casa sentada al piano y nunca tendré desde mi nueva vida, palabras para agradecértelo lo suficiente. Gracias.
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