Alguien dijo que la vida no es aquello que hemos vivido, sino todo aquello que recordamos, o algo parecido, y que cuantos más recuerdos afloren a nuestra mente, más cualitativa habrá sido nuestra existencia. Los recuerdos se almacenan en nuestra mente como algo indeleble, quedan a flor de piel y a la mínima insinuación afloran con luz propia apareciendo como algo añorado o deseado, y algo alejado. Nadie puede dar lección de vida, pasada o actual, y menos predecir el futuro, excepto excepciones, pero lo único cierto es que los recuerdos son el pasado, es nuestra pasada vida, y los recordamos con nostalgia, con alegría, con sentimiento, o con lágrimas, pero en ocasiones, a evocarlo, quisiéramos cambiarlo porque es un mal recuerdo o porque la situación, en ese momento, no se veía tan clara como pasado ya los años, pero son inamovibles. No quiero vanagloriarme de mis recuerdos, de las numerosas situaciones que fluyen por mi mente, son como un afluente que alimenta el cauce principal, son recuerdos de mi niñez, de mi pubertad… son como la Historia, que, nos guste o no nos guste, ahí está y nadie la puede cambiar. Son tantos mis recuerdos que me siento como si estuviera en una gran piscina controlándolos para que no se manifiesten, pero hay uno que lleva cuarenta años atormentándome, todos los días se acuesta y se despierta conmigo, los primeros años lloraba con aflicción, como si me arrancaran el corazón, porque estaba muy unido a mi hermana cuando ella murió. Era una niña preciosa, guapa, parecía una muñeca, quien la veía por primera vez tenía la sensación que contemplaba una niña nórdica con su abundante cabellera rubia y su piel blanca como la nieve, era tanta su blancura, que mi madre tenía un cuidado especial con su piel.
Vivíamos en un pueblo del litoral entre el mar y la montaña, con un espléndido valle cobijando una fértil vega que daba vida al pueblo y era el orgullo de sus gentes. Eramos una familia formada por mi madre, mi padre(padrastro), mi hermana y yo, y dos hermanas solteronas de mi madre mayores que ella que vivían con nosotros. Mi madre se casó en segundas nupcias, pero lo considerábamos como nuestro padre porque nos daba cariño, nos trataba como hijos propios y era bueno con toda la familia. Mi hermana y yo lo queríamos con locura. Como cada año, en el tiempo de la almendra, nos íbamos a un terreno de secano, a un poco más de una legua del pueblo, para recoger la almendra. Entonces mi hermana tenía diez años, y ese año nos acompañaron mis tías, porque mi padre dijo que la cosecha sería abundante y necesitaría más mano de obra. Anduvimos toda una mañana, y después de subir y bajar dos lomas, llegamos a destino, al terreno, al “cortijillo”, por su tamaño, así lo reconocíamos mi hermana y yo. Tenía dos habitaciones, un salón grande con chimenea y en la parte de atrás otra habitación donde mi padre guardaba los utensilios de labranza y una covacha para guardar la madera para la chimenea. Mi padre y mi madre vareaban, mis tías y yo las recogíamos, y gracias a ellas tan solo dos días más de lo previsto nos costó aquella faena, pero el último día, las mujeres se fueron a recoger las últimas almendras, mi padre no estaba y yo me quedé cuidando a mi hermana. La llevé a coger moras a un barranco cercano donde yo sabía que había varios zarzales, divisé uno a unos tres o cuatro metros sobre el barranco, como sabía que a mi hermana le encantaba las moras, y aunque era de difícil acceso, di un rodeo y a los pocos minutos ya estaba de vuelta con el suculento alimento, pero ella no estaba. ¡Dios mío! Me volví loco. Comencé a gritar, a llamarla, corrí, como pude, barranco arriba, barranco abajo, y nada, ni señal alguna de la pequeña. Cuando llegué y conté lo ocurrido, todo fue llanto, quebrantos…parecía un duelo, mi madre se desmayó y mi padre apareció un buen rato más tarde, mi madre, ya respuesta del sincope, pero con el corazón roto, le recriminó su tardanza.
Mi padre dio parte a las autoridades competentes y durante tres días consecutivos dieron una batida por toda la zona sin resultado positivo. En casa solo había aflicción, mi madre lloraba día y noche, yo sabía que era el responsable inequívoco de tal situación, y así transcurrió dos años, y volvimos al lugar de la desaparición a recoger las almendras. Mi madre todos los días volvía a recorrer la zona buscando a su hija, un día, andando por el abrupto barranco, algo le llamó la atención, era un trozo de tela que, tal vez, las inclemencias del tiempo o las aguas del barranco, pues el último invierno fue de mucha lluvia, la dejaron a la intemperie. Escarbó un poco y observó que era, sin duda alguna, parte de la ropa que llevaba su hija en su desapareció. Las autoridades, después de comprobar dicha ropa y los restos óseos que habían junta a ella, determinaron que pertenecían a m i hermana. Macabro hallazgo hizo mi madre, ella que creía que algún día la volvería a ver, sin embargo, solo pudo hacerle un lloroso sepelio. Una vez por semana acudía al Campo Santo a depositar diez rosas blancas en su tumba, yo siempre la acompañaba, pero, por desgracia, duró poco, a los seis meses de su inhumación mi madre moría víctima de la aflicción, de la cuita que había en su corazón por la pérdida de su hija y la desesperanza de que jamás sabría quien fue su asesino.
Este recuerdo me atormenta cada día y ha marcado mi vida, la ha marcado porque me siento responsable y culpable de ello de ello. Siempre tengo presente a mi hermana con su angelical sonrisa y, a veces, oníricamente, me visto de investigador y descubro al vil asesino, otras veces sueño verla comiendo sus apetitosas moras junto a mí, me despierto y vuelve la realidad.
Hoy, al cabo de cuarenta años sufriendo, padeciendo y maldiciendo a quién la mató, hoy, sé quién la mató, quien es su asesino. Fue mi padre(padrastro). Ayer me lo dijo, me lo confesó entregándome, sin decir palabra, la cadena con la medalla de la Virgen del Rosario que su madre, fiel devota de esa Virgen, un día colgó en el cuello de su hija. Yo la apreté en mi mano con rabia, con ira, lloraba como un niño chico, si mi corazón estaba medio roto, se acabó de romper, lo maldije, quise echarlo a la calle, que muriera solo, pero no pude, era un enfermo terminal que necesitaba cuidados, y, además, iría contra todos los principios que mi madre me inculcó desde mi infancia. Siempre recordaré a mi hermana, siempre la llevaré en el corazón.
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