Y de repente, esa mañana, el verano quedaba demasiado lejos, a pesar de que el calendario me situaba todavía en él.
Esa mañana el colesterol de la ciudad pasaba de 200 obstruyendo sus arterias; tediosos atascos de Madrid, ¡qué bien se vive sin vosotros en verano, cuando las calles se despiertan tranquilas y espaciosas!.
Esa mañana, el cielo desplegó su filtro gris, ese que confiere a la ciudad una luz perezosa que ilumina sin ganas y afea cada rincón.
Esa mañana volvieron a las calles las chaquetas, sudaderas, jerseys y demás prendas de abrigo, que se veían aún adormiladas tras su letargo estival, como cuando te despiertan en mitad de un sueño. Se las veía torpes. Parecía incluso que esa mañana no abrigaban tanto como eran capaces de hacer. Entre toda esa ropa que intentaba desperezarse, se podían ver algunos brazos rebeldes que se resistían a despedir el verano, entrecruzados alrededor del pecho de sus también rebeldes dueños, buscando el calor acumulado los meses anteriores.
Esa mañana me dirigí al trabajo como cada mañana. Pero no era una mañana cualquiera. No, no era cualquier mañana.
Esa mañana yo me despedí del verano con lagrimas en los ojos. Esa mañana tú te despediste de mí con indiferencia en la mirada.
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