los extraños que encontre bajo un arbol

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Era una muy calurosa tarde en el desierto, donde crecían pequeños arbustos y predominaban los nopales. Yo llevaba a mi mulita retacada con dos baldes de agua vacíos, un costal de arroz, un costal de frijoles y otros dos costales de papas. Por el camino en el que viajábamos mi mulita y yo, a lo lejos, atreves de la neblina – esa que se hace cuando hace mucho calor- se lograba ver un letrero. Cuando llegue hasta el letrero que señalaba tres direcciones diferentes. Me pare frente a los tres caminos. El de la izquierda llevaba al pozo, en el que tenía que llenar los baldes de agua. El que estaba frente a mí era por el que venía caminando, llevaba al pueblo. Y el de la izquierda llevaba hacia la carretera.  Había, pues en este tercer camino un gran árbol que se miraba a unos cuantos metros. debajo de la frondosa copa se distinguían dos cuerpos. La curiosidad y las ganas de hablar con alguien tras mi larga caminata me animo a desviarme de mi ruta, y dirigirme hacia estos desconocidos. Estos dos hombres con  sus sombreros, sus harapos encima y su botella de aguardiente aun lado, descansaban bajo el árbol. Jugaban a los naipes. Como sentía ganas de descansar un rato, les pregunte si podía jugar con ellos. Aceptaron que jugase con ellos, y uno de ellos, de narices anchas y bigote despoblado empezó a barajear. El otro – que no me daría cuenta hasta más tarde que era su cómplice- de cejas tupidas y ojos pequeños, miraba atentamente las cartas. Empezó a repartir.

-          ¿Qué jugaremos? me atreví a preguntar.

-          madrina. ¿lo conoces?   dijo el hombre más pequeño.

-          allá donde vivo están los que inventaron ese juego. –les conteste-

Se terminó la conversación en cuanto los tres teníamos nuestras cartas -la madrina era, en realidad un juego fácil- tenía la seguridad de que les podría ganar a aquellos hombres así que no vacile ni un poco y les dije, que , si querían hacer el juego más interesante, apostáramos algo. Los dos me miraron con brillo en los ojos, como si hubiesen esperado esa pregunta y la anhelasen como el único tesoro digno de valor en la vida. Sus caballos estaban amarrados en un pequeño árbol,  a unos pasos de la sombra.

-está bien; andante. – Dijeron- ¿y que tendrías para apostar?

-podría apostar quince papas en este juego. –les dije- .

- está bien- -repusieron-  

Ellos pusieron cada uno quince papas, y empezamos el juego. Gane fácilmente, lo cual aumento mi confianza, en que podría sacarle a esos dos, más de quince papas. Entonces dije

-para el próximo juego apuesto un costal de papas.

- ¡jugamos! -gritaron al mismo tiempo-

Volvió a repartir el del bigote despoblado. Ya teníamos las cartas repartidas y me toco empezar a mí; baje un rey. El de mi derecha bajo un comodín, su amigo contesto con una buena carta y gano el juego. No tarde en decir que jugaba otro costal de papa, para así recuperar el que había perdido. Jugamos de nuevo. Ahora la mirada que se dirigían, había cambiado, algo que los unía más allá de la amistad, una mirada que solo los cómplices podían compartir. – aunque en ese momento no la vi como tal-. Volví a perder.  Confiaba en mi suerte, Sabia que no me podría estar defraudando tanto ha sí que aposte el costal de frijoles por dos de papa. Aceptaron. Dieron cada uno un sorbo al aguardiente. El hombre pequeño, me miro con sus ojos negros. Estiro el brazo hacia mí ofreciéndome el aguardiente. La tome y di un trago. Puse en el suelo la botella. Ahora barajeaba el de los ojos negros. Se repartió el juego. Pude notar que ambos estaban en aprietos; a uno de ellos, el más alto, le escurría constantemente una gota de sudor por entre sus ojos cafés. Se prolongó un poco esa partida. Por detrás de los dos hombres, en el abrazador sol de mediodía, paso un coyote persiguiendo un conejo, que logro meterse en su madriguera antes que lo atraparan. Bajo su carta, el hombre pequeño, que ahora había cambiado de posición, y se había tumbado sobre su panza. Esta partida la había ganado. Recupere mis costales de papa más dos costales extras. Pensaba que mi suerte había mejorado así que les propuse apostarles mis dos costales de papa, un costal de frijol y mi costal de arroz. Aceptaron y cada uno puso una cantidad igual. Ahora repartí yo. Me habían tocado unas buenas cartas, estaba  seguro de mi victoria ahora solo faltaba que bajaran sus primeras cartas para saber si la victoria se me estaba asegurada. Para mi buena fortuna, gane. A hora llevaba dos veces más de lo que en un principio tenía. Di un trago al aguardiente, estreche mano con los desconocidos y me disponía a retírame, cuando uno de ellos me tomo por el brazo, y viendo me con ojos llorosos me dijo.

-¡oh! señor no se valla ha sí. Tan si quiera de nos una última oportunidad de recuperar nuestras cosas. Ya que si nos la niega dejara sin comer  a nuestros pequeños hijos. Si gana, usted podrá llevarse nuestros dos caballos.

Como dos caballos valían cinco veces más que todo lo que habíamos apostado. Cada uno. No dude en aceptar.

-Está bien acepto – les dije-

Los dos hombres se miraron rápida y sospechosamente. El más alto empezó a barajear. El de los ojos negros, voltio hacia mí,  sonrío dejando ver su dentadura, de la cual uno de los dientes del frente era de oro.  Se repartieron las cartas. Tenía buena mano – me dije a mi mismo, está también la ganas- en cuanto baje mi primera carta, el resto del juego  se había acabado en un abrir y cerrar de ojos.  Había perdido toda mi mercancía y hasta mi mulita. Los dos hombres se pararon amarraron a mi querida mulita a uno de sus caballos, se voltearon a ver  uno a otro y emprendieron su camino. Hasta ese último momento en que se miraron, en la hora de su partida. Entendí que aquellos dos hombres lo habían planeado todo desde el principio. Que esas miradas que se hacían durante todos nuestros juegos eran de complicidad y burla, porque sabían que todo era solo un engaño a otro tonto campesino, que todas las veces que creí que la suerte me favorecía, era porque así lo querían esos desconocidos.


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