Rosa Villalta, que era una mujer de mediana edad; morena, y de complexión delgada, había
vivido toda su existencia demasiado autocomplaciente en el seno de su acomodada familia, a
la vez que regentaba una tienda de bisutería que la había fundado su abuela. Pero a causa
de una cruel crisis económica en poco tiempo su rutilante mundo se vino abajo. No tan sólo
el negocio se volvió ruinoso y lo tuvo que maltraspasar a otra entidad comercial; así como al
no poder sufragar los gastos de su lujosa vivienda, tuvo que ir a vivir a un modesto
piso de alquiler, sino que además también su novio la abandonó por otra mujer; y una parte
de sus allegados que disfrutaban de un óptimo poder adquisitivo al considerar que ella era un
desastre que no se había preocupado lo suficiente del negocio familiar al estar muy enfrascada
en escribir en sus ratos perdidos poemas románticos la dejaron de lado.
Así que Rosa después de dar muchas vueltas en el perverso mundo laboral, consiguió entrar a
trabajar de controladora de personal en el Museo del Camp Nou del Barça donde ganaría un
módico sueldo.
De manera que a las diez de la mañana se congregaban todos los trabajadores en el enorme
vestíbulo de aquel edificio para fichar, y posteriormente los destinaban a distintos
departamentos. A Rosa igual le tocaba estar ocho horas de pie en la rutilante sala de prensa
donde tenía que fotografiar a un sinfin de visitantes de cualquier rincón del planeta, como la
destinaban a la sala en la que habían unas vitrinas en las que se exhibían los trofeos y los
emblemas del Club. Y como los empleados apenas tenían una hora para almorzar, se hacían
turnos y a Rosa lo mismo le tocaba comer el bocadillo a las doce del mediodía, como a las
cuatro de la tarde. Entonces iba a un sórdido comedor donde coincidía con toda suerte de
compañeros muchos de los cuales eran emigrantes sudamericanos, o musulmanes, o de otras
regiones del país, por lo que ella se sentía extraña, perdida en aquel ambiente tan variado tan
heterogéneo que chocaba contra la homogeneidad elitista del suyo.
Un día la mandaron al campo de juego en compañía de un tipo alto, de cabello castaño oscuro,
y con barba de su misma generación llamado Pablo, y ella de un modo instintivo exclamó:
- Esto no puede ser, no puede ser...
- ¿Te ocurre algo? - se interesó solícito Pablo.
- No. Simplemente que me siento muy mal porque todo lo que formaba parte de mi vida se ha
desmoronado. Casa, trabajo, familia... Y este ambiente tan multiracial y tan extraño al mío me
descoloca - respondió ella.
- Ya. Pero ahora sólo te tienes a tí misma y esto es lo que cuenta.
- Que remedio.
Pablo la vio tan hundida, tan desvalida que decidió echarle una mano.
- Verás. En las vacaciones de verano me gusta ir con unos amigos a recorrer mundo.
Viajamos con nuestras bicicletas a cualquier país exótico, y el año pasado fuimos a Tailandia.
Entonces allí en una ocasión me perdí en un paraje inhóspito de una población desconocida,
por lo que tuve que apoyarme en mí mismo, y confiar en la ayuda desinteresada que los
habitantes de aquel lugar me pudieran ofrecer, olvidando por completo los prejuicios sociales,
o raciales en los que hayamos podido ser educados si quería salir del atolladero. El mundo se
ha hecho pequeño y tenemos que aprender a convivir con los que son diferentes a nosotros,
ya que éste se compone de muchos colores y matices que siempre se han interrelacionado
entre sí.
- Pero esto no es tan fácil de asimilar - contestó ella.
- De acuerdo. Pero tenemos que ser conscientes que nos ha tocado vivir en el final de una
Era. Caen las viejas tradiciones, las ideologías, y con ellas un estilo de vida, una ética que
produce incertidumbre, pesimismo en la sociedad. Por eso como cuando en el viaje se
presenta la caótica situación, es cuando más hay que cambiar el chip mental y ser tan abierto
con los demás como autosuficiente.
El público que visitaba el campo de juego con su simétrico césped se fotografiaba junto a los
iconos de cartón de los famosos jugadores como si éstos fuesen los héroes míticos de las
Olimpiadas celebradas en la antigüa Grecia.
- A mí lo que más me ha dolido ha sido sufrir el desprecio de mi familia cuando me he
quedado sin trabajo y con pocos recursos económicos - confesó Rosa.
- Cuando estoy de viaje veo las cosas con otra perspectiva - continuó él-. Así como hay países
de Oriente que están dominados por una religión revelada que parte de la Era rural auspiciada
por los sacerdotes en quienes yo veo una actitud egocéntrica y prepotente, en nuestra cultura
este mismo sentimiento egocéntrico se ha transferido a una doctrina mercantilista y financiera,
y también a otros aspectos profanos, que perjudican la expansión natural y vital del ser
humano.
Rosa hizo una expresión de asombro.
- Sí. Fíjate que todos los adjetivos que terminan con el sufijo "ISTA" tienen una connotación
radical en el que subyace este sentimiento egocéntrico e inquisidor. Racista, islamista,
machista, feminista, independentista, materialista... Y a nuestra cultura mercantilista se la
justifica con la teoría de Darwin y en la de otros, según la cual la célula-egoísta que mejor
se adapta al medio - en nuestro caso el monetarista- es la que sobrevive a costa de las más
débiles y las más tontas. Pero esto es una explicación muy parcial, muy de conveniencia,
porque según otros científicos dicha célula espabilada se cuida de sus congéneres para
salvaguardar a la especie. Tú para tu familia eres la célula tonta que no ha sabido adaptarte
al contexto monetario, y por eso te hacen el vacío.
- Comprendo - dijo ella algo abrumada de aquella explicación.
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