El poder en la intervención social

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El discurso de poder es como la masturbación: quien lo practica es el único que se beneficia.

Estamos hablando de una elaboración discursiva que no tiene por objetivo principal una acción meramente comunicativa. Se trata de una logomaquia llena de tecnicismos sólo puramente comprendidos por quienes tienen acceso a cierto material académico especializado que, más que enseñarle algo a quien recibe el discurso, lo único que consigue es hacer que éste se perciba a sí mismo como ignorante. Y como es de sentido común que debemos hacer caso a quien sabe antes que seguir al que no sabe, este discurso suscita automáticamente el poder de quien lo pronuncia.

La yuxtaposición del conocimiento y el poder explica cómo el poder ha cambiado a lo largo del tiempo independientemente de quién lo ostente. Antiguamente (y aún en algunas tribus primitivas) el poder de una pequeña comunidad lo ostentaba la persona más anciana. ¿Por qué? Porque no existían los libros ni ningún material del que poder adquirir conocimiento: Todo el conocimiento provenía de la experiencia, y ¿no es la experiencia a menudo un sinónimo de edad? La gente de la aldea acudía con veneración a escuchar las palabras de la persona más anciana porque las palabras que salían de su boca constituían la verdad: por su condición de senectud. Actualmente ¿juegan el mismo papel de sabiduría, poder y veteranía nuestros ancianos por su condición de senectud? No, porque ahora el conocimiento tiene otras fuentes que no son la experiencia directa. El poder del discurso de nuestros mayores y los de antaño tienen un rol diametralmente opuesto.

Los libros, antaño, fueron también sinónimo de poder. Debido a que habían de escribirse a mano, su posesión constituía un inherente privilegio debido al elevado coste de cada ejemplar, dado que éstos eran muy escasos. Sólo la alta nobleza y el Clero, quienes ostentaban el poder soberano, tenían acceso a ellos. El Clero acumulaba los ejemplares y se afanaba en la exégesis, copia a mano y, si fuese necesario, condenación de toda obra escrita. El pueblo llano no tenía acceso a los libros y, por ende, no tenía acceso al conocimiento. El conocimiento, la ciencia y la religión eran la misma cosa, se definían las unas a las otras y todas ellas formaban un discurso inseparable que, con mayor o menor enjundia, nunca podía ser contradicho desde la ignorancia del pueblo llano. De este modo no sólo ejercían el poder soberano sobre el pueblo, sino que tenían la verdad. Sólo aquellos que ejercían el poder tenían acceso al conocimiento, y el conocimiento utilizado como elemento discursivo funcionaba a la perfección para afianzar la posición de poder. Sobran los macabros ejemplos de lo que ocurría si alguien se pronunciaba en contra de la verdad de la época, aunque ésta estuviera equivocada. Pero, si se da la curiosidad, una buena visita es el Museo de la Inquisición de Córdoba, una galería que recuerda los truculentos métodos de castigo de la época.

A mediados del siglo XV, sin embargo, nace la imprenta y con ella se democratiza la cultura. Obviamente esta democratización no se dio de la noche a la mañana pero, en el siglo XVII, ya existían las universidades y, si bien el saber en ellas se impartía aún por el clero, el conocimiento era paulatinamente más accesible.

El acceso al saber a lo largo del tiempo dio lugar a la especialización y, ésta, a una nueva clase social: la burguesía. Una de las profesiones burguesas que más extensa especialización académica tuvo fue la medicina, y su poder se mantiene hasta nuestros días. No faltan los ejemplos de niños que a lo largo de su vida han oído de sus familiares: "estudia mucho y llegarás a médico", haciendo la medicina la mayor profesión por antonomasia y el súmmum de poder al que puede aspirar un niño que no ha nacido en noble cuna, por medio del estudio y el duro esfuerzo en una cuestionable presunción de meritocracia. El discurso biológico cobra hoy en día una inusitada importancia en el campo de la psicología. Todo el mundo acepta sin cuestionar los hallazgos de la medicina, aceptan que somos más felices cuanta más serotonina haya en nuestro organismo, sin plantearse siquiera qué significa todo ese discurso, sin reparar en que no ofrece explicación alguna dado que su explicación de nuestra conducta incurre en tautologías más que evidentes y sin reparar en cómo puede beneficiar ese discurso a, por ejemplo, la industria farmacéutica. Pero ¿quiénes son los que no tienen estudios especializados para cuestionar la palabra de la medicina?

Esta situación de poder médico - paciente, donde el paciente tiene problemas y lo único que hace es callar y confiárselo todo al médico, se da de manera menos evidente en otras situaciones. Un buen ejemplo es el binomio interventor - intervenido en el ámbito de la intervención social. El interventor es quien ha estudiado, quien ha investigado (en los libros mayoritariamente) y por tanto quien tiene el discurso y la voz válida. El intervenido es singular. Nótese que no digo los intervenidos. ¿Por qué? Porque los intervenidos, a ojos de la posición de poder del interventor, conforman un grupo homogéneo sobre el que aplicar un saber teórico y unas mecánicas previamente establecidas que valen para todos, independientemente de su contexto individual. Esta homogeneización y descontextualización estriba en una estigmatización: si el saber teórico afirma que las personas inmigrantes presentan un problema por el hecho de ser inmigrantes, nadie podrá negarlo y los inmigrantes, se les mire por donde se les mire, no serán más que una pléyade problemática que lo único que podrán hacer será esperar a la ayuda de los interventores. Esta situación que imposibilita el que se pueda hacer algo más no hace sino reforzar la estigmatización y reafirmar tanto ese saber teórico como la posición de poder de las estructuras interventoras, y este sistema tan hermético impide que la situación se pueda cambiar o que se introduzcan nuevos puntos de vista como, por ejemplo, el hecho de que los inmigrantes en sí no son un problema, sino que el problema consiste en la manera en la que está estructurado el sistema y la organización de poder, raíz y fruto de las múltiples desigualdades sociales. Los grupos estigamatizados como problemáticos lo son porque en su problemática no aportan nada al sistema, pero es el sistema quien no permite su aportación relegando todo el peso de la acción en los interventores, afianzando en un círculo vicioso una situación de poder que, a la larga, sólo contribuye a seguir creando desigualdad dejando a los intervenidos en su situación de pasividad forzada. Perpetuando el poder, se perpetúa el problema.


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