Historias del claustro.
El espontáneo.
El complejo de Edipo y de Electra formulado por Sigmund Freud es interesante, pero podíamos buscarle una nueva formulación. No es el hijo el que quiere sustituir al padre ni la hija a la madre, es cabalmente del revés. Son los progenitores los que quieren apropiarse de más vida vampirizando a los hijos, en la generalidad- dijo un señor que acababa de entrar a clase, interrumpiendo las explicaciones del catedrático de la asignatura.
Saturno devorando a sus hijos- replicó el profesor.
Sí señor, y demás aberraciones varias- contestó el intempestivo.
Desde entonces tomaron la precaución de cerrar las puertas del claustro- las de abajo-, por poner coto de alguna manera al pozo de ciencia que podría venir de la calle, pues se estimó que con el personal docente de la Facultad era suficiente, sin que pudiéramos evitar, sin embargo, para los restos, cierta sensación de devoradores unos de otros.
Alguna ventaja tiene que tener.
En la Facultad había un lema, una especie de sello personal que nos confería idiosincrasia propia y que sabiamente expuesto al principio de los estudios, nos alentaba a pensar por cuenta propia, sobre la base de entender que en Filosofía no había proscripción ni límites a la elaboración de ideas. El absurdo no existía para nosotros, al menos en línea de principio.
A todo me avengo menos a la razón- recuerdo que dijo el profesor de lógica en la primera sesión, a modo de pensamiento que mereciera estar gravado en algún frontispicio del claustro y que habría de regir lo que durante los cinco años de duración de los estudios allí se cociera.Sobre esa base, como decía, me fui confiando durante el primer semestre en lo que habría de ser mi misión allí. Llegaron los primeros parciales e imbuido de tal confianza empecé a demostrar en ellos la existencia en mí de ideas propias. Craso error por mi parte. Cuando dije que la necesidad de las convenciones era una prueba de que la razón ocupaba un primerísimo plano, de que las ideas del sujeto se convierten en hacedoras del mundo, de que había que dudar de la existencia de lo real, abonándome, en consecuencia, al solipsismo, me contestó el profesor que si me parecía suficientemente real o no el suspenso que me había puesto.
Fin de carrera.
Cuando pusimos fin a aquellos cinco años de concordia, conocimiento y amistad, se originó una discusión sobre el destino del viaje de estudios. Los había que planteaban hacer algún viaje con contenido cultural, y los abiertos partidarios del desparramo. Era cabal tal propuesta, al arquetipo que durante aquel periodo uno se había ido formando. Los idealistas imbuidos de solipsismo- que se refirió en la historia anterior- frente a los materialistas que veían la ocasión como el momento adecuado para lograr una catarsis de los sentidos. En ese momento supe que uno en su ignorancia seguía perteneciendo al primer grupo, por muchos que hubieran sido los suspensos y las vueltas que durante aquel tiempo le hubiéramos dado al asunto de la vida y su sentido.
Milagrosamente, pese a todo, los pronósticos del visitante freudiano referido en la primera historia no se habían hecho efectivos, pues durante aquellos años no nos habíamos devorado unos a otros sino más bien a nosotros mismos.
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