Desde siempre me presté a ser engañada. El primero de los engaños, que llegaría a ser crucial en mi forma de ver el mundo fue hace veintitantos, cuando aún era una niña. La librería olía a polvo y pastillas de menta, o quizá no fuera la librería y sí mi amigo, el primer gran amigo. Aquel que descubrió mis alas y que en aquel momento me cogía de la mano. Él me engañó. Me hizo creer que aquel libro extraño y que parecía no tener ni pies ni cabeza me había escogido a mí, precisamente a mí, cuando en realidad, con la perspectiva que da el tiempo, llegué a pensar que aquel que me dejaría pocos años después y al que nunca llegaría a ver tendido en la cama del hospital me conducía de la mano hacia Rayuela y no a la inversa, como quise creer en aquel momento. Hoy, quizá habiendo recuperado la visión de la mocosa o con la ventaja de haber vivido durante años ese supuesto engaño, tengo la certeza de que Rayuela y la mocosa estaban predestinados. Quizá en ese momento mi amigo no me descubrió las alas sino, que me prestó las suyas. Espero darles un buen uso para que ese ángel (Ángel, así se llamaba) pueda estar orgulloso. A partir de entonces, todos los libros importantes que han llegado a mis manos han pasado siempre por otras que me amaron con toda el alma. Creo firmemente en los engaños consentidos, puesto que me gusta pensar que de lo contrario, si uno no se quiere dejar engañar, el engaño se queda en intento. La Maga
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