No podía quejarse. Tenía una racha maravillosa. La vida, por fin, le sonreía. Estaba bien económicamente, cuestión importante hoy en día. Era aceptado por sus pares y gozaba de un éxito creciente. Donde iba, empezaba a ser reconocido, cuando antes no era tomado en cuenta. Todo iba bien. Sus jornadas de trabajo le eran satisfactorias, hasta placenteras. Pero siempre llegaba ese momento del día. Ese momento terrible que quería evitar a cualquier costo. Y, por cierto, nunca podía evitarlo. Entonces caminaba cabizbajo hasta llegar al estacionamiento. Una vez en él, se aterrorizaba y empezaba a mirar a todos lados. Y eso no era lo peor. Lo peor estaba por llegar.
Se subía al auto, lo encendía, ponía las manos en el volante, todo con los ojos cerrados. Y comenzaba el calvario. Para ponerse en marcha, miraba el espejo retrovisor y allí estaba. Lo veía nítido, acechante. Era su pasado. Inamovible detrás de él, sin intenciones de irse. Cuando el coche arrancaba, lo seguía de cerca. Siempre allí. Trataba de no mirar por el espejo, pero debía hacerlo. Y su pasado, compañero inseparable, detrás. Todas su malas decisiones, todas sus miserias ya superadas, las caras de la gente que pisoteó, humilló y basureó. Todas las situaciones en las que fue él y nadie más que él quien importaba, ignorando y despreciando al resto. Todas sus mentiras, sus engaños, envidias y odios. Todo allí, detrás de él.
En uno de estos trayectos, un día cualquiera, pasó algo. Manejaba, apesadumbrado como siempre que manejaba, y miró el retrovisor. Entonces lo temido se hacía realidad. Su pasado se acercaba, tratando de pasarlo. Le tiró el auto encima, pero su pasado se acercaba cada vez más. Y eso no podía pasar. Aceleró, debía escapar. Siempre con la vista fija en el espejo. Así, no vio el semáforo ni el camión que venía de costado. Los bomberos tardaron una hora en sacar su cuerpo del auto.
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