El bicho del monte

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La mañana estaba cerrada sobre los campos de pastoreo, el día que llegamos a orillas de las aguas del Gutiérrez. Avanzábamos a no más de 20 kilómetros la hora por esos caminos serpenteantes donde la piedra asoma filosa.

El sol tímidamente intentaba aparecer entre medio del espeso manto casi blanquecino que todo lo cubría. Como adormilados fantasmas se veían vacunos que, en aletargados movimientos, batían sus grandes fauces de donde emergía una suerte de vapor, si los mirabas de cerca; sin embargo, a la distancia su silueta aparecía desdibujada, provocando una rara sensación en el espíritu. Todo cambió conforme fue avanzando la mañana.

Tras sortear varios pasos de tranqueras llegamos al hogar de doña Rica. Una mujer rubia, de expresión sincera, afable y llena de vitalidad que no permite adivinar los años que lleva encima. Los perros fueron los primeros en aparecer, incluso antes de llegar al alambrado lindero. Sus ladridos despertaron a la pava  que se movía con cierta dificultad,  estaba atada de una pata a una roca por un cordel de tela . Supimos por boca de doña Rica que el estado de cautiverio era momentáneo, a fin de retener cerca a sus crías, pues de lo contrario se escabullen por el campo. Los cuidaban porque... algo raro andaba pasando en los montes cercanos.

Despuntaba el día y tras un rato de charla, bienvenida y de aprovisionamiento de agua para el mate, salimos a buscar el sitio donde acamparíamos el fin de semana.

Nuestro anfitrión y guía fue el Rubito, hijo de doña Rica. Un gaucho moderno que se desliza en motocicleta o en camioneta, dejando al caballo para tareas puntuales, como arriar el ganado. Aunque dicen los lugareños, que más de una vez se lo vio arriar montado en su motocicleta, con tal agilidad y soltura que, al verlo pasar dicen: "Allá va el Rubito montado en su tostado de fierro".    

El lugar, a orillas de la laguna, estaba tranquilo. Los pájaros aún no empezaban a trinar; pero poco faltaba para ello; según uno de los acampantes, vaqueano conocedor de las costumbres de las aves. El pasto estaba húmedo y el microclima del lugar estaba un tanto fresco. La pradera se veía pacífica. Unas vacas y unas pocas ovejas pastaban mansas. Nos miraban desconfiadas, cuando pasamos en los vehículos.

La mañana y la tarde pasaron de prisa. Las tareas propias de organizar el campamento, la comida, hacer el fuego y demás nos introdujo de lleno en la vivencia de un campamento, de una salida de pesca.

Mientras mis compañeros armaban las cañas, los aparejos y aprontaban una de las comidas del fin de semana yo salí a recorrer la zona en busca de capturar imágenes y sonidos. Busqué aves y sólo algunas pocas pude registrar. Pensaba que encontraría muchas más.

Al fin de la tarde, cuando el sol se escondía, apareció don Rubito, nuevamente. Venía acompañado de un amigo, el dueño del campo donde estábamos acampando. Entre mate y mate, o mejor será decir, entre mates y vinos, Rubito soltó eso del supuesto jabalí.

? En estos terrenos los perros, la semana pasada, corrieron a un jabalí enorme. Pero uno de los sabuesos murió embestido por el bicho del monte. Era uno de los mejores rastreadores que tenía –comentó Rubito, entre risa y bromas, aunque se mostraba apenado por la pérdida de uno de sus perros.

? ¿Un jabalí? –preguntó el vaqueano conocedor de las aves.

? Bueno... Eso creemos –dijo el amigo de Rubito, don Sebastián Cano.

? ¿Por qué creemos...? No están seguros –cuestioné.

? Bueno, a decir verda... No. Lo que pasa es que lo vimos de lejos. Era bruto bicho peludo. Al perro me lo mató ahí... –dijo, señalando un sendero en la orilla del frente de la laguna alargada, ante la cual estábamos de pesca. Taba oscuro −prosiguió− y la verda es que... La verda es que esa noche... habíamos carneado un corderito y lo regamos con varios claretes. Después, como andábamos encartados*, fuimos al pueblo y nos juntamos con unos peones a darle al truco... Cuando volvíamos en la moto, sentimos a los perros disparar hacia el monte. Puse primera y los seguimos pue. Los perros dieron vuelta pa un lado y pa el otro.

? De repente se oyó el ladrido lastimero del blanquito –relató don Sebastián.

? Entonces, no vieron bien al jabalí... Pero, ¿qué otro bicho pudo ser? –quise saber.

? Y como ser, pudieron ser varias cosas; pero de ese tamaño... no sé. Lo raro fue que le partió la cabeza al perro. Lo destrozó –aseguró don Rubito.

Como a las diez de la noche los amigos se fueron. Nosotros seguimos pescando y tomando algún trago más. Unos comieron un buen plato de cazuela de mondongo hecho en la olla, creada a partir de un antiguo calefón. El sonido del monte, las hojas mecidas por la brisa y el agua chocando en la costa era lo único que se percibía. Los mosquitos estaban ausentes. En eso se escucharon ramas que se quebraban. Pisadas y un sonido extraño: como un gruñido. Después... el silencio total, nuevamente. Ni un ave nocturna. Nada.

No hubo más pique esa noche. El cansancio nos venció. Fuimos a descansar. Me dormí profundamente. Pero algo me despertó. Algo parecía que se movía fuera de la carpa. Algo que rozaba la tela de la pared de la tienda de campaña. Adormilado pensé que quizás sólo era que alguno de los que dormía había movido la pared y eso incidía en el resto de la carpa. Me volví a dormir. En eso sentí un gruñido. Pasos pesados, lentos. Tenía la linterna próxima, al alcance; pero me costó reaccionar. El cansancio me venció y volví a dormirme.

Al día siguiente, mis compañeros de campamento encontraron unas huellas, pisadas en el barro junto al agua. Se dirigían por la orilla al oeste. No pudimos identificar a qué animal pertenecía. Caímos en la cuenta de que capaz se trataba del bicho del monte que seguía en la zona: libre, recorriendo su territorio.

La huella parecía como de un pie humano, pero era más corta y más ancha de lo normal. En la zona no hay monos.      

Pedro Buda

Walter H. Rotela González

2017


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