El bicho del monte ataca otra vez

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Primera parte

Era la segunda vez que acampábamos en el monte a orillas del Rodríguez. Nos sentíamos cómodos y a la vez gratamente sorprendidos por la tranquilidad del lugar. Se escuchaba el sonido de las hojas moviéndose en los arbustos. Sobre la superficie de la laguna se formaba, a esa hora temprana de la mañana, suaves ondulaciones que rompían en la orilla. Una combinación que adormece los sentidos. 

Juntamos leña, ramas caídas de los alrededores y empezamos a armar la fogata que no se apagaría hasta el fin del campamento. El agua para el mate salió en poco tiempo. Tras eso calentamos el aceite para freír las tortas fritas. El olor se extendía por dentro del espeso manto verde que se extiende a todo lo largo de la orilla.

Uno de los peones de campo se acercó a caballo. Arriaba cabezas de ganado cuando sintió la fritura. Lo convidamos y quedó encantado.  Él devolvió la gentileza compartiendo una botella de anís que traía colgada en la montura. El trago fue bienvenido. Entre mate y mate lo consultamos por unas huellas que volvimos a ver a orillas de la laguna. Le contamos que las habíamos visto en la visita anterior y que nos llamó la atención. Le explicamos que si bien la habíamos observado con atención no pudimos determinar de qué animal eran las huellas.

? Lamento... Lamento pero no sé, tampoco, de qué son. Nosotros también las vimos y aunque creíamos que pertenecían a un jabalí... No corresponden –dijo el paisano.

? Nos contaron que mató a un perro, al blanquito ¿no? –le dijo el chino, que disfrutaba de los perros y, en esta oportunidad, había traído uno de los suyos para salir a cazar.

? Sí, es cierto. Le destrozó la cabeza –confirmó el peón. Su mirada se perdió en la otra orilla. Quedó muy quieto sorbiendo un amargo. Se encogió de hombros por un rato que pareció interminable. El sol comenzaba a asomarse por encima de la colina del este. Se acomodó el sobrero y avisó que quedaba a las órdenes. Nos pareció una despedida abrupta; pero pensamos que este gaucho moderno ,que anda con su celular encima,  tiene sus cosas y así hay que respetarlo.

Cuando el peón montó se volvió hacia mí –que lo había acompañado hacia el borde del monte donde dejó pastando a su caballo– y en voz baja me dijo: "Tenga los ojos abiertos. Pa' mi que el bicho ese... Anda suelto. No sé por qué; pero por si las moscas..."

− Bien... estaremos atentos  −le prometí llamarlo ante cualquier eventualidad. Lo vi alejarse lentamente, mientras prendía su tabaco armado minutos antes cerca del fogón, mientras amargueaba.

Al regresar al campamento los amigos estaban en silencio y mirando hacia la otra orilla. Uno de ellos tomó la cámara de fotos e hizo un par de disparos. Al verme llegar se acercó y me mostró la última foto. Me sorprendió.

Para este campamento nos organizamos mejor que para la vez anterior. Éramos los mismos seis y eso era bueno. Dos irían a cazar mulitas con el perro; dos cocinamos el cordero recién carneado en la madrugada, cuando llegamos al puesto de doña Rica. Los otros dos pescarían.

Eduardo y yo nos dividimos tareas. Él fue a buscar más leña y yo preparé la carne. Armé los fierros para encajar el cordero que lo haríamos a la estaca. Arrimé más leña y distribuí brazas. A mi costado se calentaba agua. La olla con la grasa se enfriaba más allá. Los que pescaban estaban absortos en lo suyo. Uno de ellos, sin embargo, oteaba en dirección a la otra orilla. No decía nada; pero estaba atento, o mejor serpa decir, lucía preocupado. Resté importancia al asunto. Quizás aún estaban con sueño. En realidad no habíamos dormido esa noche, pues estuvimos viajando toda la noche para llegar a la laguna.

Eduardo volvió con ramas y con una sonrisa extraña. Le pregunté qué pasaba.

? ¡No vas a creer! –me dijo. Seguía sonriendo pero con una sonrisa involuntaria.

?  ¿Qué... no voy a creer? –le respondí, mientras me servía un mate y me acomodaba en la silla plegable.

? Escuchá... –me dijo, al tiempo que reproducía una grabación hecha con su celular.

? ¡Y eso! Es como un gruñido... –exclamé al escuchar; pero que también fue oído por los pescadores. Los que se acercaron. Eduardo volvió reproducir el audio.

? No estamos solos... –dijo Gustavo, al tiempo que agregó: "Me pareció ver algo del otro lado".

Recordé la imagen capturada por la máquina un rato antes.

? ¡Sos un cagón! – le gritó "Chuleta" -el hijo- que siguió pescando.  Tras decir eso sintió un tirón en la tanza y dio un manotazo firme, recogió y tiró con fuerza al pescado fuera, hacia atrás, al pasto. Le brillaban los ojos de alegría. Todos soltamos al unísono una estruendosa carcajada. Como la zona está rodeada por el monte y como en un bajo eso pareció retumbar. Como un eco se oyó. El chiquilín bailaba de alegría alrededor de la fogata. Era el único que hasta ahora había pescado algo. Volvió a encarnar el anzuelo, y ató a una rama la tanza, para ir en busca de una taza de leche chocolatada, caliente. Había leche en polvo y chocolate sólo para él, el resto preferíamos un mate amargo. Tomó un par de tortas fritas que aún se escurrían en la parrilla. En eso se escuchó un ruido. Nadie dijo nada. Intentamos oír con atención. Sólo el viento movía las hojas y nada raro volvió a oírse el resto del día.

 


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