Me despierto, sudando. Miro el despertador en mi mesilla, junto a un retrato de alguien que casi ni recuerdo. Son las cinco de la madrugada. Me dirijo, esquivando el desorden, a la cocina en busca de refresco. El olor no siempre es tan desagradable, me digo a mi mismo. Finalmente alcanzo mi objetivo, pero al ver una botella de licor dorado a medias, no me lo pienso. Mi gata, aunque siempre poco activa, ni me mira mientras camino hacia el sofá. El hedor se hace más pesado. Me siento, bebo, inclinando la cabeza todo lo que me da de sí. Bajo la cabeza, la botella cae de mi mano temblorosa y revienta contra el suelo. La silueta de un hombre, sentado sobre la mesa frente a mí, emerge de la nada. No puede ser… ese… soy yo. No es posible, sigo durmiendo. No siento frío ni calor. Hace rato que dejé de sudar. No siento nada, sólo miedo. Me mira, con sonrisa burlona, mi sonrisa. No pestañea. Yo tiemblo. “Egoísta”, me susurra. Busco la botella. Idiota, la rompiste, siempre rompes todo. Vuelvo a levantar la mirada y ya no hay nadie. Sólo yo, mi gata y ese maldito olor. De un salto me levanto, camino sobre el piso cubierto de cristales y oro líquido. No me corto, no siento dolor. Llego al cuarto de baño, miro al espejo y no se refleja mi imagen. Es una pesadilla, debe serlo. Me lavo la cara, vuelvo a mirar al espejo. Retrocedo y caigo en la bañera, sobre mi cuerpo inerte. Dibujado con sangre en el espejo, una frase: Nadie te quiere.
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