Llueve, llueve, y llueve.
Van días y días en que ese cielo gris no para de llorar. Por las noches, las estrellas y la luna parecen haberse mudado a otro mundo. Pero ahora es de día, o casi de día, podría decirse, e intentado hacer pie camina lento por el lodo pegajoso y pestilente con la niña entre sus brazos.
La niña ha pasado toda la noche entre vómitos y diarreas que parecieran no tener fin. Al borde de la deshidratación y desvanecida, viaja inmóvil en los brazos de su padre, quien sigue haciendo equilibrio para poder llegar al asfalto que dista a no menos de quinientos metros de donde tiene enclavado su rancho de chapa cartón y madera. Llegar al dispensario le llevará no menos de media hora, y la lluvia cae incesante, y moja, y duele.
En los medios de comunicación se puede ver al político de turno hablando del cambio climático y de las obras de infraestructura en marcha que solucionarán los problemas en las barriadas. Luciendo botas recién estrenadas que le hacen juego con el impecable pilotín amarillo, no se retira de la escena preparada para la ocasión sin antes alzar y besar a un pequeño niño semidesnudo y con los mocos colgando.
A paso lento sigue avanzando, sus brazos empiezan a sentir el cansancio, y casi no siente sus piernas entumecidas y sin fuerzas. La niña permanece casi inmóvil, solo frunce el entrecejo cuando la impiadosa lluvia golpea su rostro.
Cuando están llegando al dispensario, una pequeña grieta se abre sobre el horizonte y un atrevido rayo de sol se filtra impactando de lleno en su lúgubre mirada.
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