La dicha

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Entonces repentinamente comenzó a preguntarse cómo pudo llegar a esta situación.

De manera imprecisa se acumularon los pensamientos de siempre, acompañados de la respiración jadeante, de una sensación distante, aquella que no prestaba atención a la magnitud de la cordillera, a las nubes rojizas del color del presagio, al vaivén de ramas otoñales que recortaban danzarinas el primer cielo del atardecer.

El miedo le hizo incorporarse bruscamente al escuchar un ruido a sus espaldas, solo es un pequeño roedor habitante del bosque, cuyos diminutos ojos escrutaron su mirada perdida, antes de retornar a la oscuridad de su mundo; se alejó avanzando penosamente unos pasos antes de caer nuevamente en la hierba fresca, que dócilmente cedía una y otra vez ante el peso de su masa espesa, temerosa.

Cerró los ojos oponiendo resistencia y comprimió la mandíbula, notaba cómo la tensión de su musculatura contrastaba con su propia fragilidad, cómo los pasos ahora resultaban cada instante más nítidos y seguros, encaminados al objetivo marcado.

Por vez primera estaba comprendiendo la situación, levemente al menos; una vez comprobada la gravidez extrema de su cuerpo elevó el rostro: una bocanada de vaho fluyó describiendo en su ascenso una imitación de nube tal vez, o por qué no una metáfora de su vida.

Los ojos empañados parecían ver aquellos recuerdos que surgían de una brecha de la memoria en ese preciso momento. Su abuelo, cuando este se ganaba la vida reparando cuencos de loza, caminando por los humildes pueblos de casas de adobe y paja, sonriéndole con un escaso puñado de dientes mientras gritaba su consigna: "¡El reparador! ¡Reparo todo tipo de cuencos, vasos, platos! ¡El reparador!..." Y a la par el metálico sonido de sus campanas, o las pisadas de esparto polvoriento. Sus padres sudorosos, apilando fardos de hierba sobre el carro tirado por los pequeños y épicos animales de carga, mientras el jugaba en la tierra con un caballo de madera que brillaba en la luz rasante del atardecer.

Todos los pensamientos de siempre que le calmaban se esfumaron con el vaho.

Alzó la vista hacia el ocaso, sintió un amor inmenso, tan profundo como la perpetuidad del paisaje. Apenas podían divisarse los últimos restos del día, pero sus ojos todo lo abarcaban como jamás antes. Los brazos débilmente se abrieron, como albergando el abrazo destinado a todas las criaturas que alguna vez ocuparon su memoria.

Insoportablemente lleno de dicha, nada más sentía.

Ni tan siquiera una risa cavernosa, ni tan siquiera el acero vestido de destino que, rígidamente, fue introducido en el espesor de su carne.


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