Un bosque

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Atravesó la espesura esparcida tan levemente cuyo ruido es silencioso, el otoño alfombrado a fuerza de viento, donde no hay firmeza: las hojas ceden sin esfuerzo ante los pasos de Adamaris. Los gigantes parecen contemplar la despedida del crepúsculo, sintiéndose frágiles y desnudos tras aquellos días de pérdida, pero Adamaris piensa lo contrario: ellos son majestuosos, formidables, enormes.

Entonces apoya su rostro níveo y descansa abrazando sus formas centenarias. Pronto se le cubre el cabello de un aliento que fluye de sus propios labios entreabiertos y húmedos, rozando la ruda solidez que le acoge mientras anochece, el tiempo pasa y Adamaris continúa amando.

A lo lejos hay criaturas de lastimeros sonidos que despiertan, hay jirones luminosos en el cielo negro y hay una chimenea que no ilumina los ojos espesos, unos ojos espesos, aún entornados como soñando.

De repente Adamaris despierta y despacio encuentra oscuridad, siluetas extrañas, cuentos de miedo. Divisa con estupor la remota luz de la cabaña en la falda de la colina, dentro imaginó la madera consumiéndose, dentro imaginó un hombre llorando al fuego sintiéndose culpable por olvidar cerrar.

 

Todo está lejos, no la vida, y la muerte no. Ella se sienta y tiembla: siempre quiso estar allí, a pesar de la leyenda y de los rumores, de los gritos de espanto.

Los habitantes de la comarca se estremecían ante los sonidos del bosque, sus llantos desgarrados en la madrugada, exclamados como una maldición con cada pedazo de leña fruto de sus hachas y alimento de sus chimeneas.

Las pupilas de Adamaris como un túnel sin retorno son testigos de los esqueletos arbóreos, meciéndose implorantes, ora burlones, ora temibles. Se mueven sin duda, poco a poco se mueven o quizá danzan al compás de su corazón, su frío es lento, su aire es tomado por los gigantes que perduran, que con tristeza cansada y con infinita dulzura penetran su savia en la sangre cálida de Adamaris, tapizando su cuerpo de celulosa, sellando su boca de estomas.

Ella siente la rigidez de todo su ser atravesado por fibras, ningún dolor, ninguna lástima, tan sólo alrededor un rumor erótico, un olor a madera húmeda o piel rasgada o lo último tras nublarse sus iris verdes, y entonces escuchar la reverberación de su propia voz jadeante.

Y un escalofrío de árboles inundó la región aquella noche de Selene una vez más.

El esposo de Adamaris partió junto al resto de la comitiva con el despunte del amanecer. Sus esperanzas nulas se confirmaron, jamás se halló rastro del cuerpo.

Sin embargo a partir de aquel día ella junto a los gigantes contempla la despedida del crepúsculo, sintiéndose frágil, desnuda tras aquellos días de pérdida.


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