La horacion del silencio

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Cuidado con rogar a Dios.

 

No todos se percatan, al visitar las ruinas del centenario convento, del escrito que una piedra luce. El tiempo lo ha desgastado, se intuye que es un ruego a Dios con un muy marcado punto final.

 

Apartando el presente destapamos el pasado. Ahora ya no susurra ni da pistas, grita lo sucedido a los cuatro vientos:

 

El señor del castillo marchaba muy a menudo a combatir con los infieles. Su mujer, entre lágrimas y rezos, lo despedía con angustia. Las largas ausencias del amo consiguieron alimentar la infidelidad de la señora, que dando rienda suelta a su pasión se favorecía con uno de los jóvenes sirvientes. No lo eligió al azar, con él se suponía el menor de los peligros, pues nació con el don de la discreción... Era mudo.

 

Pendiendo de su egoísmo, no se percató de que el muchacho la satisfacía con excesivo gozo. No era otra causa que el amor... No un simple flecazo ¡Devoró a cupido!

 

En su obligado silencio rogaba por la marcha de su señor para amar a la bella dama.

Pero las esperas y desprecios lo de devolvían a la realidad sabiéndose un mero capricho.

Rezaba en su desesperación pidiendo un punto final de aquella agridulce historia que tanto lo atormentaba.

 

Una noche el soberano se anticipó en su regreso, sorprendiendo a su señora y al sirviente en plena traición. Ella, previsora y astuta, gritó y forcejeó pidiendo ayuda a su señor. Derramando falsas lágrimas al joven denunció.

 

El muchacho huyó desnudo y aterrado de su amo, que blandiendo su temida espada lo perseguía preso de ira.

 

Todo el feudo cerró sus puertas al oír los gritos del pobre diablo. Conocedores de la verdad, era mayor el temor al soberano que la intención de mediar por el falso acusado.

 

Así alcanzó las puertas del convento. Más por mucho que las aporreó nadie le abrió. Tan solo consiguió la caída de un clavo que ya bailaba en la indecisión. Lo asió, y con angustia grabó en la piedra del muro una amarga plegaria:

 

“Dios, con mi voz nunca te pude rezar. Lee entonces esta plegaria. Dale a mi tragedia un punto final...”

No pudo terminar. Su amo le dio alcance asestándole la hoja de la espada por la espalda, la cual asomó por el pecho del desgraciado muchacho, y golpeó con la punta el final del grabado.

 

A pesar de que el tiempo casi todo lo ha borrado, aún destaca un marcado punto final.

 

Que un día te puede escuchar.

 

 

   Jesús Cano


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