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Matiana se miraba en el espejo, a sus ochenta años estaba lista. No sacó la cagita con todas aquellas pastillas que siempre tomó, desde muy joven. Para el dolor, para el cansancio, para la tristeza, para la ansiedad, para el temblor, para la soledad. Siempre viviendo a medio gas, a rastras. Escribiendo sus misérias, porque si no lo hacía se la comían por dentro. Y ahora tanto tiempo después, se siente ligera. Un libro con sus penas y otras inventadas la ha traido hasta aquí, tiene que salir a recoger un premio y quiere sentirlo sin ninguna protección narcótica.


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