Ahora van los dos a la par, casi no hablan, casi no, no hablan. Las dos siluetas escuálidas se desplazan sofocadas por los impiadosos rayos del sol. Es mediodía, y la ciudad hierve. Ella camina lento, con la vista fija en la nada, en esa nada que sólo conocen los que no tienen nada, nada que perder, nada que ganar, nada. Juancito aún desconoce que no hay nada, solo quiere jugar, como si intuyese que a medida que el tiempo vaya transcurriendo queda poco lapso de juego y luego, la nada, si, la nada, la indiferencia, la exclusión. Nada. - Nada hijo, no falta nada, en la esquina doblamos para allá, caminamos dos cuadras más y llegamos - respondió Silvana ante una nueva insistencia del niño.
Juancito patea una pequeña piedra que se cruzó en su camino, comenzando así un partido imaginario en el cual no para de eludir rivales a diestra y siniestra.
Silvana sigue con su partida, esa partida que comienza con cada nuevo día y se le pone cada vez más difícil, cuesta arriba, sola con sus niños, sus temores, con la miseria y la indiferencia como patrones de juego. Pero hay que seguir se dice para sí misma, hay que seguir, y le reza a la virgen de Luján, madre de los humildes, sin perder las esperanzas de ser escuchada en sus ruegos por poder salir de las entrañas de la oscuridad.
La jornada ha llegado a su fin, es hora de dormir. Agotado por la caminata diaria pidiendo limosnas, Juancito intenta conciliar el sueño. La vigilia se le hace interminable, a su lado su madre y sus hermanas duermen profundamente.
- Mamá - exclama Juancito, Silvana no responde.
-Mamá- una vez más.
-¿Qué? - pregunta Silvana a regañadientes.
- No nada - dice Juancito, que mira otra vez hacia el techo justo en el momento en que la vela llega a su fin y la penumbra se transforma en oscuridad total.
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