A Tiro de Fusil

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A un tiro de fusil.

 

La batalla comenzaría de un momento a otro, en el aire se olía el combate en ciernes y hasta los cielos eran consecuentes con sus arrebolados grises.

Martes, día del enfrentamiento decisivo, la consigna era la misma que los antiguos lacedemonios, “Con tu escudo o sobre él” rezaba la empuñadura del arma temida. Un recordatorio para que lo llevases después que tus ojos se cerrasen para siempre.

Miré el horizonte negro y dije para mí: “Libia siempre trae algo bueno” recordando a Aristóteles. Giré la cabeza y la mirada se llenó de la luz de un sol apenas despuntando, a una frase vino la siguiente, la de Plinio el Viejo: “De África siempre algo nuevo”, era la voz de la escondida y cobarde esperanza que se refugiaba en la trinchera de mi corazón.

Los pájaros matutinos habían abandonado el teatro de la tragedia por venir, solo el terco viento aullaba como alma en pena por entre los pastos más altos, canción de despedida, canción de muerte segura, rorro de una partida ganada por el enemigo.

Calculé la distancia de tiro, medí la curvatura y la incidencia de la velocidad del aire; una nueva frase vino a la mente: “Dios siempre hace geometría” pronunciada por Platón. Sí, es cierto el destino es solo un juego de probabilidades en manos de un desquiciado.

Cargué el arma, me encomendé a un dios inventado al momento de la desesperación, ante lo inevitable.

Apunté, dejé de respirar para que el tiro arrojase un proyectil recto a la diana que esperaba.

El primer sonido que emitió, fue una queja del muelle del disparador que se destrababa dando paso a la próxima maniobra.

Un último paso, poner la mira por delante del objetivo en movimiento y apretar el gatillo.

Respiré una sola vez para sumir mis pulmones con aire para la esforzada decisión, la de permitir que la bala saliese sin posibilidades de retornar a un estado anterior. Iba a por su sino y destino.

Tras el disparo involuntario, porque no llegué a percatarme de la acción en sí, subí la boca del fusil y observé.

Hay veces que un tiempo cortísimo puede equivaler a una eternidad, tal así fui viviendo el disparo.

Al escuchar el chasquido de eso que se rompe y que jamás será restituido por más que te empeñes, recordé la tarde de té en que rompí una taza de fina porcelana china de mi abuela. Ella dijo que todo en la vida se asemeja, así una taza rota era como la inutilidad del que tiene el corazón roto o resquebrajado, se parecían al desengaño de nuestros esperanzadores anhelos, jamás un sueño quebrado dará el fruto codiciado.

Apreté el gatillo, la marcha de la bala no tendría la posibilidad de retrotraerse, era libre y con rumbo fijo.

El patito de la feria volcó su erguida figura y doblándose me hice del peluche de premio.

Mis sobrinos agradecidos hacían vivas alrededor del obsequio ganado. Al fin pude acertar una vez más.


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