Hubo un tiempo en que decidí dejar de habitarme. No recuerdo ni la fecha ni la hora exacta en que sucedió. Pero si cierro los ojos, imágenes borrosas invaden mi memoria. Un cuarto pequeño, dos camas pegadas una contra cada pared, una ventana separando ambas camas. Yo, acostada en una de ellas. Una mujer acostada en la otra haciéndome confesiones acerca de su vida. Que su marido y ella ya tienen otros tres hijos, que este llegó de sorpresa, que no podrían mantenerlo, que están muy apenados... No la escucho, no puedo escucharla. Sus palabras rebotan dentro de mi cabeza sin sentido porque yo no estoy ahí. No estoy ahí. Ni en esa cama, ni en ese cuarto, ni con ese miedo atroz calándome los huesos, ni sintiendo esa soledad absoluta jamás experimentada. No estoy ahí. Es todo demasiado confuso. Un cuerpo sin forma toma mi brazo y me dice, en un susurro, que todo habrá terminado muy rápido y que si cuento hasta diez voy a entrar en un sueño profundo. O tal vez dijo infierno, no lo sé. No lo recuerdo bien porque yo no estaba ahí. Y cuento hasta diez, porque siempre fui muy obediente, y entro en un sueño profundo y todo termina muy rápido y despierto en ese cuarto pequeño con dos camas pegadas una contra cada pared y con una ventana separando ambas camas y con ese miedo atroz aún calándome los huesos y con una sensación de culpa absoluta jamás experimentada.
Ya no eramos más dos. Miro por la ventana y todo sigue ahí afuera como suspendido en el tiempo, pero es curioso, el sol ya no me parece tan cálido ni el mundo tan seguro ni la vida tan hermosa.
Y ese cuerpo sin forma que me habló en un susurro me dice ahora que ya es hora de volver a casa.
Y rota en mil pedazos regresé a casa.
Y rota en mil pedazos seguí mi camino. Y rota en mil pedazos, cada bendito día, me calzaba el disfraz de niña perfecta e interpretaba mi papel sin fisuras entregándome a cualquiera que me regalara un poco de cariño.
Vacía, sonámbula, mendiga, perdida.
Y como un juego macabro, mi mente regresaba, una y otra vez, a ese cuarto pequeño, a esa cama de muerte, a ese día en el cual sentí todo el peso de las consecuencias.
Y balanceándome en el columpio que va de la culpa al dolor, un día me dí cuenta que así iba yo por la vida, deshabitada, estrechando lazos con otros seres que estaban tan deshabitados como yo.
Intercambiando besos deshabitados, sexos deshabitados, cuerpos deshabitados.
Transcurriendo amores mezquinos, de esos que invaden los corazones deshabitados.
Anhelando abrazos, deseando consuelo, buscando desesperadamente encontrar la varita mágica que me regalara el poder de volver el tiempo atrás.
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